No
puede ser. Si me levanté a mear hace un cuarto de hora, y había
luz. Ese es mi primer y absurdo pensamiento, cuando el interruptor de
la cocina se me declara en huelga de voltios caídos. Como si para
pasar de la presencia a la ausencia hiciera falta la piedra
filosofal. Pero se me puede perdonar la memez, porque no ceno mucho,
así que cuando me levanto, mis células están tan hambrientas que
bastante tengo con acordarme de mi nombre. Por suerte, la glucosa que
me queda en el cuerpo me da para enhebrar un pensamiento optimista:
bueno, me digo, se habrá fundido el tubo fluorescente, o lo que sea
que hagan los tubos fluorescentes en el momento de su muerte. Hasta
que un cenizo me saca de mi bonito mundo de color. Oye,
pequeña, que no hay luuuz.
Y antes de que mi mente formule siquiera lo que eso significa, entro
en modo negación. No puede ser, no puede ser. Y empiezo a darle a
todos los interruptores, arriba, abajo, arriba, abajo, el de la
cocina otra vez, el de la lámpara de pie, el del cuarto de baño,
pasando con displicencia por delante del cenizo despeinado, como
diciendo “quita de ahí, que para esto hay que entender”. Abro la
nevera. Oscuridad y un residuo siniestro de frío. Busco la hora en
la pantalla del del DVD. Está ciega. No es que el tiempo se haya
parado. Es que no existe. La pequeña esperanza del fusible saltarín
se desmorona al instante. No hay luz. En todo el edificio.
Entonces
me precipito de cabeza en la etapa de la ira. Sé de sobra lo que
significa que no haya luz. Que no puedo poner la cafetera al fuego
ficticio de mi cocina eléctrica. Que si quiero tostadas, me las
tendré que comer crudas, y eso es algo para lo que la civilización
occidental no ha sabido entrenarme. Que, si no viene la luz, no podré
dejar hecha la comida de mañana, para cuando vuelva del trabajo con
hambre de ferrallista. Que no voy a poder fregar el cuarto de baño,
que hace unos días que debería haber sido clausurado por las
autoridades sanitarias, porque allí reina la tiniebla. Que no voy a
poder escribir, porque ayer dejé tiesa la batería del portátil .
Y, joder, joder, que no puedo desayunar, y no puedo aceptar la vida
sin desayunar, no puedo, por qué es tan difícil, por qué mierda se
ha ido la luz. La hora del desayuno es una piedra de toque del
carácter. Hay quien la afronta con actitud hosca, o serena, o
alegre, homicida, colérica, frágil. Hay quien no se respeta a sí
mismo, y se mete de cabeza al atasco sin darle un mal chusco a su
cuerpo. Hay quien crea una diminuta isla de gozo a su alrededor,
quien siente cada sorbo caliente, cada bocado o cucharada, como un
acto de comunión. Hay quien da por finiquitado un viaje cuando su
alma no tolera ni un cruasán grasiento más. La hora del desayuno
dice mucho de una persona. Si a mí me la quitas, empiezo a parecerme
peligrosamente al más gamberro de los Gremlins malos.
Pero de nada me sirve porfiar. La tercera
etapa del duelo, la de la negociación, me la salto. No pienso
conformarme con un tazón de avena remojada en zumo de naranja, ni
renunciar a mi cafelito con canela, a cambio de que la luz venga lo
bastante pronto como para guisar el pulpo con papas, mientras cargo
el ordenador. Me siento enfurruñada en el sofá, y leo unas páginas
a pesar del escándalo de mis tripas. Enhebro otra cadeneta de
joder-mierda-joder. Me pongo a hacer las camas, porque Jose, míralo,
ahí está tan tranquilo, pasando de mi propuesta de bajar a una
cafetería, y no quiero darle un puñetazo. Si él sobrevive con
templanza a la Hecatombe Galvánica, yo no pienso darle el gustazo de
hacer menos.
Dos horas después, y cuando mi ombligo
empieza a rascarme la espalda, vuelve la luz. Temblorosa. Vacilante.
Indecisa. Amenazando con volver a esfumarse. Cumpliendo sus amenazas.
Con sudores de campo de trabajo, conseguimos arañar unos pocos
amperios para que la casa huela a café y a pan tostado.
Sólo entonces, con el estómago
consolado, empiezo a recobrar la cordura. Me río de mí misma,
aunque por dentro vierta amargas lágrimas por la espectacular falta
de entereza de la que he vuelto a hacer gala. Seré una criatura
mimada desde la cuna hasta la tumba. Y mientras le doy besitos a mi
tostada de aceite y miel, medito un poco, para exculparme. Me espanto
de la manera en que mis rutinas básicas de supervivencia y de ocio,
mi comida, mi higiene, mi diversión, mi modo de vivir desde el
primer al último minuto del día, están sometidas a la presencia
sigilosa y totalitaria de la electricidad. Es como un colérico dios
medieval, tan asumido, tan universal, que ni rezos necesita. Y lo
peor, tan esotérico. En los viejos tiempos sin bombillas, la gente
sabía cómo funcionaban el sol, el fuego de la vela y el fuego del
hogar. Y ahora, que tantas cosas sabemos, ni siquiera nos planteamos
cómo es posible que el movimiento de un dedo, al empujar un botón,
pueda generar luz y calor. Sabemos tan poco que, pensando en ello,
tenemos que recurrir por fuerza a la solución del milagro. No puede
ser más supersticiosa, nuestra ilustración.
Mi manera de zanjar el tema deja claro
que dos horas sin desayunar bastan para provocarme daño cerebral.
Porque, antes de enchufar la Thermomix y olvidarme de mis cuitas de
ser endeble y hipercivilizado, se me ocurre la idea hippy de pasar al
menos quince días en algún lugar donde los contadores de la luz se
hayan quedado petrificados. Donde pueda leer hasta cuando el sol lo
permita, y cocinar gracias a algún proceso no muy complicado de
combustión. Y donde, por favor, haya una plaquita solar apañada para poder cargar el ordenador, y
una mínima cobertura de internet, para contarlo.
Sin llegar al final del texto,he empezado a pensar en como vivian antes,y de repente lo cuestionas tú.Pués a mí me pasa lo mismo,pero con el agua,lo llevo fatal,abrir un grifo y que no salga agua!...me desespera,mira que somos exagerados.
ResponderEliminarExagerados, no. Blandos. Pero uno puede pasar sin lavarse un día, con la ayuda de toallitas húmedas, pero ¿sin electricidad? Ay, no. Como vivir sin sangre.
EliminarEl cataclismo (¿el mismo?) me pilló ayer a mí cuando empezaba a restaurarme un poquito la cara de después de la ducha, con el pelo mojado, con un grado de temperatura en la calle y a 20 minutos de mi hora de tirarme a ella.
ResponderEliminarMenos mal que los culpables, que cambiaban los contadores sin avisar, según me dijeron por lo temprano de la hora, más rapidos que el mismo dios, que creo que necesitó varios días, volvieron a "hacerla" en 10 minutos. ¡Qué milagro!
Son como sacerdotes egipcios, los electricistas: tienen el control de un mundo esotérico para el común de los mortales, y gracias a eso imponen su poder. ¿Te fuiste al curro con una toalla en la cabeza, a lo Carmen MIranda?
EliminarHija mia,la próxima vez que vengas te llevas el "campingas" y solucionado el problema.
ResponderEliminarPorque mira que puede ser duro,cuando una se levanta y lo único que ha hecho-si vive sola digo-es lavarse las mano, encontrar que no puede disponer de lo primero bueno del dia.
Sí se te pone carita de Calimero. Fíjate que ya se me había ocurrido un delirante mi casa a base de camping gas y velas. Lo que no sé es cómo plantearme lo del ordenador.
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