Filosofía barata de balcón:
habrá muchas maneras de vivir, pero para hacerlo con cierta
integridad es preciso aprender equilibrios. Una novedad loca, ¿a que
sí? Pero los aprendizajes por boca de otros raramente funcionan: es
como si cada criatura individual debiera recorrer por sí misma todos
los milenios de historia. En un momento soleado de este día tan
bipolar como los anteriores, salgo a mi afuera jibarizado,
arremangada y con los pies desnudos encima de las zapatillas, para
que mi piel sepa beber luz como las hojas. Viene de tan
inconcebiblemente lejos, la energía del sol: la holgura del universo
me roza.
Paparruchas de jipi: ideas a
la vez irrefutables y chuscas. La abundancia de domesticidad te vuela
la cabeza a veces. Pero también es capaz de llevarte por caminos
anchos. Recordar la lejanía del sol me lleva a pensar que la
distancia y la percepción colaboran necesariamente. Hace falta que
esa luz remota sea reflejada por los objetos que me rodean para que
mis ojos puedan verlos. Lo que oigo es una forma de energía que
recorre un espacio entre mi oído y otros cuerpos. Los mirlos están
ahí en alguna parte: no alcanzo a tocarlos y sin embargo visitan mi
casa con sus canturreos. Y tampoco es preciso que esté unida
físicamente a aquello que huelo. Pan tostado y leche caliente en el
piso de la derecha, un derroche de suavizante en el de arriba, una
nota de azahares apenas imperceptible que estremece.
Esta es una de mis
estrategias de reconciliación con esta distancia que nos socava el
corazón al tiempo que ha de salvarnos. Bien entendida, me digo, la
distancia es un bien precioso. Pero hay que entrenar el equilibrio,
sí. También en un balcón diminuto de una primera planta. Hay que
encontrar ese punto en el que lo lejano se compensa con lo que está
cerca. En mi corteza cerebral pulula un potosí de información
acerca de cosas a las que no dan alcance mis dedos. Y puedo jugar con
ella, mezclarla, ponerla al fuego y guisarla y masticarla, digerirla
después y calentar con ella mis huesos, y puedo hasta intoxicarme.
Es fantástico y peligroso, este don de operar en otros lugares y
otros tiempos, de convivir mentalmente con personas distantes.
Pero también es preciso
ajustar la lente y acercarse a lo que está cerca, tan cerca que
prácticamente es adentro. Es posible que ayer alcanzara mi propio
pico en la curva de la desolación y el miedo. Pude sobrepasarlo, con
toda la prudencia del mundo, volviendo a acercarme a esto. Esto. No
me preguntes lo que esa vaguedad significa: busca el tuyo ahora
mismo, atente a tu esto. Quedarnos tan cerca del presente que
prácticamente se nos meta en la sangre nos ayudará casi tanto como
mantenernos lejos.
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