Se me han puesto las manos
como las de una mujer de antes. De las que tenían que romper el
hielo de los lavaderos antes de restregar sus trapos. Pero el olfato
sigue en su sitio: el ominoso rastro de la lejía se ha infiltrado en
mis paredes y en mis entrañas. Habrá a quien ese olor le haga
sentir seguro. A mí me nubla un poco el ánimo. Pero, vamos, que no
se me puede hacer mucho caso porque soy un ser sin entendimiento
alguno: ¿quién piensa trajinar con lejía teniendo la manos
atópicas, sin ponerse guantes?
Será cosa de las
metamorfosis repentinas: como no se te concede un lapsus de
transición, en la realidad nueva sigues conservando muchos
paradigmas antiguos. Yo funcionaba mejor a piel desnuda y con plena
hospitalidad de tacto. Era un muestrario minucioso de arañazos,
cardenales y heridas. Y parece que ahora es tiempo de acostumbrarse a
la protección masiva.
Pero no, yo no creo que lo
logre. Dudo mucho que lo de hoy pueda convertirse en rutina.
Higienizar todo lo traído del supermercado. Esas cosas superfluas
que, para mi vergüenza, seguimos comprando. Botecitos y envases se
alinean en mis armarios como la soldadesca de un sistema totalitario.
Quizás poco a poco vaya declinando la era de la vida ante todo
cómoda. Limpié pues los yogures uno a uno, el frasco de alcachofas,
las bandejas de pollo, la bolsa de kale. Y mientras pasaba mi
bayetita funesta a cada artículo, me miraba un instante desde afuera
y me preguntaba: ¿de dónde sales tú, criatura pulcra? Respuesta
inmediata: del país de la paranoia.
Dejé que la criatura se
moviese dentro de mí otro rato, que poseyera mis maltrechas manos.
Que no se confíe, porque no tardaré en practicarme un exorcismo. Es
que vivir así es un dislate: recelosa y enemistada con todas las
cosas. Si me doy por completo la vuelta a mí misma como un calcetín
para que la realidad no me manche, entonces es que ya estoy
infectada. Aunque el olor a lejía no se pase.
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