miércoles, 25 de marzo de 2020

Día 10



Se me han puesto las manos como las de una mujer de antes. De las que tenían que romper el hielo de los lavaderos antes de restregar sus trapos. Pero el olfato sigue en su sitio: el ominoso rastro de la lejía se ha infiltrado en mis paredes y en mis entrañas. Habrá a quien ese olor le haga sentir seguro. A mí me nubla un poco el ánimo. Pero, vamos, que no se me puede hacer mucho caso porque soy un ser sin entendimiento alguno: ¿quién piensa trajinar con lejía teniendo la manos atópicas, sin ponerse guantes?

Será cosa de las metamorfosis repentinas: como no se te concede un lapsus de transición, en la realidad nueva sigues conservando muchos paradigmas antiguos. Yo funcionaba mejor a piel desnuda y con plena hospitalidad de tacto. Era un muestrario minucioso de arañazos, cardenales y heridas. Y parece que ahora es tiempo de acostumbrarse a la protección masiva.

Pero no, yo no creo que lo logre. Dudo mucho que lo de hoy pueda convertirse en rutina. Higienizar todo lo traído del supermercado. Esas cosas superfluas que, para mi vergüenza, seguimos comprando. Botecitos y envases se alinean en mis armarios como la soldadesca de un sistema totalitario. Quizás poco a poco vaya declinando la era de la vida ante todo cómoda. Limpié pues los yogures uno a uno, el frasco de alcachofas, las bandejas de pollo, la bolsa de kale. Y mientras pasaba mi bayetita funesta a cada artículo, me miraba un instante desde afuera y me preguntaba: ¿de dónde sales tú, criatura pulcra? Respuesta inmediata: del país de la paranoia.

Dejé que la criatura se moviese dentro de mí otro rato, que poseyera mis maltrechas manos. Que no se confíe, porque no tardaré en practicarme un exorcismo. Es que vivir así es un dislate: recelosa y enemistada con todas las cosas. Si me doy por completo la vuelta a mí misma como un calcetín para que la realidad no me manche, entonces es que ya estoy infectada. Aunque el olor a lejía no se pase.



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