Por un momento he pensado
que iba a hacer un poco de trampa. A las tres de la tarde saldré de
casa: trabajo. Seré un par de ojos desmesuradamente abiertos y un
modesto coágulo rodante de vocación de cuidado. Nada heroico,
obviamente. En el lenguaje faltan palabras, y lo que están haciendo
allí, en los frentes de guerra, merece la invención de nombres más
contundentes y justos. Ellos salvan; otros vigilaremos que las cosas
no se salgan demasiado de madre. Lo de los barrancos y las hierbas.
Lo de los nidos y las sendas. Lo de las hogueras y los charcos. Habrá
a quien le parezca una tarea trivial, en situaciones como ésta. Que
imagine entonces, pandémicamente, a grupos de siete hombres
metidos en un mismo vehículo, camino de un incendio.
A ti, que seguirás hoy
responsablemente encerrado, te parecerá un privilegio que salgamos a
comprobar cómo sigue su curso la naturaleza. Y lo es, desde luego:
ser testigo de esa indiferencia perfecta de las rapaces, cruzando
desiertos, montañas y mares sin alarma para instalarse en nuestra
primavera infectada. Espiar el chismorreo de las urracas y los
arrendajos, extrañados por el silencio de los humanos. Lo es, ahora
más que nunca, y también cuando vivíamos instalados en una
normalidad cuestionable. Un regalo tan grande para los que tenemos
una relación de amor-odio con las paredes que abruma no poder
compartirlo.
Pero esto no es un diario de
confinamiento, sino de trinchera. Y a veces es preciso echar un
vistazo al trémulo mundo que la rodea. Te confieso que la madriguera
engulle eficazmente. Que franquearé la puerta de la mía con una
inquietud que ya nos empieza a calar los huesos. En casa una se
siente a salvo. Fuera el enemigo acecha. Con la mano en el corazón,
si puedo quedarme aquí ahora mismo, que le den un poquitito a los
campos. El instinto de protección es más básico que el compromiso.
Y la naturaleza no necesita niñeras.
Es el compartamiento humano
el que debe ser supervisado. Por eso vamos a salir algunos, con el
desasosiego en un rabillo del ojo y, en el otro, una gratitud
profunda. Así podremos ir informando de que, hermana, amigo, ahí
afuera lo vivo sigue funcionando.
Sales de casa y lo peor es que, en estos últimos días recluido, casi olvidas la armadura. Los dos metros de distancia, el jabón perpetuo, la desconfianza de un mueble que a saber quien ha puesto las manos ahí. Si. Esto es una trinchera y de vez en cuando hay que salir para ver que hay fuera, sin ganas pero es lo que toca.
ResponderEliminarLa desconfianza. Eso es lo peor, sí. No ser ya más tan inocente con respecto al mundo de alrededor.
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