Llovió. Toda la tarde.
Apenas pudimos salir del coche. Confinamiento al cuadrado. Sí estiré
un poco las piernas junto a un área recreativa. Desierta. Me temo
que por la meteorología y el estado de alarma en una proporción de
40/60. Salí del coche, me puse el abrigo, di unos pasos breves
pisando hojas de álamo caídas el pasado otoño, cuando aún éramos
cándidos. Alcé la cara al cielo. Sin mascarilla ni nada. Pequeña
broma idiota. Me encanta cuando me llueve encima. Ya no odio que se
me mojen las gafas. A lo mejor últimamente una visión un poco
distorsionada se agradece.
El mundo sin virus olía
estupendamente. Bendito sea mi olfato ileso. Dicen que esa es otra de
las bajas que la enfermedad causa. Por eso me paso la mitad del día
metiendo la nariz en el bote donde guardo los dientes de ajo, en la
tableta de chocolate, en, oh, ironía, el desodorante. Pero no hay
nada como la hojarasca húmeda. Nada. Bueno, sí, los alcornoques
recién descorchados, o aquel aroma íntimo de mi bosque, que no sé
nunca muy bien quién lo exhala. Es aproximadamente el del brezo,
pero no había arbustos en flor aún la última vez que fui asaltada.
Una forma de aliento, entonces. O quizás de alma.
Y volví a meterme
rápidamente en el coche. Mi compañero todavía se preocupa por que
unas cuantas gotas sobre un abrigo espeso puedan enfriarme y hacerme
pillar un resfriado. En otra ocasión me habría reído y le habría
amenazado con ponerme a saltar charcos. Eso en el trabajo no lo hago,
conste. Ayer me limité a asentir y a ponerme a resguardo. No porque
temiera que fuera a subirme la fiebre. Sino porque me sentí
desahuciada del río y de los árboles.
Es que estaba la tarde tan
sola. Los caminos sin ciclistas, los campos sin tractores, los
pueblos sin propósito. Una carga de separación penosa. Podría
haber elegido pensar que en la naturaleza la soledad es improbable. Si miras donde hay que mirar alguna compañía siempre aparece.
Los sauces cuajados de amentos como orugas gordas, los insectos,
seguro, en alguna parte. Sólo que ayer tenía yo los ojos gastados.
Demasiado mundo nuevo que mirar. Demasiado desamparo.
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