Está el asedio ahí afuera,
y también el asedio interno. Mi dolor de espalda tiene prácticamente
la misma edad que el confinamiento. Si acaso me quedé varada en mi
propia forma un par de días antes de que la realidad naufragase. Son
como dos hermanos mellizos, lumbago y epidemia. Sólo que el cachorro
más joven ha cogido una delantera despiadada en la carrera de las
fieras.
A veces me da por pensar que
mi dolor es una frase que resume mis emociones actuales, o ni
siquiera eso: una interjección, un ay por la vida que se escribe en
mis músculos y mis nervios. Duele más cuando me levanto, en los dos
sentidos del término: cuando un bendito nuevo día arranca; cuando
me planto sobre ambos pies y pongo distancia entre mi cabeza y el
suelo. Como si algo me dictara: hazte un ovillo, date al letargo. Y
sin embargo, me muevo. Aunque sienta que me están haciendo vudú
cuando ando, yo sigo con mis paseos de preso. Aunque me parta un rayo
cuando me paro, estrujo con ahínco la fregona y remuevo mis
pucheros. Cuando el hambre de ser me posee, ignoro incluso la
molestia y hago algo parecido a un entrenamiento. Y entonces la
alimaña se amansa unas buenas horas. Porque soy brava frente al
dolor cuando puedo entenderlo. Dar la cara se recompensa con una
buena dosis de conciencia.
Pero calla el dolor, y
entonces la inquietud no encuentra ya un cauce para expresarse y así
no es raro que se desborde. Es más difícil manejar la preocupación
que el daño físico. El dolor te clava al presente y a tu propia
materia. El miedo es una fuga de esto de aquí, esto de ya: de la
sustancia misma de la vida. Por eso me obligo a contarte que a veces
soy valiente y otras veces flaqueo. Para encarrilar mis
interjecciones. Capeo bien el daño real, corro al burladero cuando
huelo el daño hipotético. La mente es un artefacto que necesita
remiendos.
Sigo en ello. Y vuelvo a
ponerme en pie, que es lo que toca.
¡Amen!
ResponderEliminarY una disculpa por la pobreza de mi comentario.