viernes, 27 de marzo de 2020

Día 12



Está el asedio ahí afuera, y también el asedio interno. Mi dolor de espalda tiene prácticamente la misma edad que el confinamiento. Si acaso me quedé varada en mi propia forma un par de días antes de que la realidad naufragase. Son como dos hermanos mellizos, lumbago y epidemia. Sólo que el cachorro más joven ha cogido una delantera despiadada en la carrera de las fieras.

A veces me da por pensar que mi dolor es una frase que resume mis emociones actuales, o ni siquiera eso: una interjección, un ay por la vida que se escribe en mis músculos y mis nervios. Duele más cuando me levanto, en los dos sentidos del término: cuando un bendito nuevo día arranca; cuando me planto sobre ambos pies y pongo distancia entre mi cabeza y el suelo. Como si algo me dictara: hazte un ovillo, date al letargo. Y sin embargo, me muevo. Aunque sienta que me están haciendo vudú cuando ando, yo sigo con mis paseos de preso. Aunque me parta un rayo cuando me paro, estrujo con ahínco la fregona y remuevo mis pucheros. Cuando el hambre de ser me posee, ignoro incluso la molestia y hago algo parecido a un entrenamiento. Y entonces la alimaña se amansa unas buenas horas. Porque soy brava frente al dolor cuando puedo entenderlo. Dar la cara se recompensa con una buena dosis de conciencia.

Pero calla el dolor, y entonces la inquietud no encuentra ya un cauce para expresarse y así no es raro que se desborde. Es más difícil manejar la preocupación que el daño físico. El dolor te clava al presente y a tu propia materia. El miedo es una fuga de esto de aquí, esto de ya: de la sustancia misma de la vida. Por eso me obligo a contarte que a veces soy valiente y otras veces flaqueo. Para encarrilar mis interjecciones. Capeo bien el daño real, corro al burladero cuando huelo el daño hipotético. La mente es un artefacto que necesita remiendos.

Sigo en ello. Y vuelvo a ponerme en pie, que es lo que toca.

1 comentario:

  1. ¡Amen!
    Y una disculpa por la pobreza de mi comentario.

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