- ¿No quieres un bombón, mamá? Son de
licor, tus favoritos.
Su madre lo mira entre divertida y
perpleja, como si la idea de tener un hijo le resultara descabellada.
Como si tuviera nueve años y la varicela, y necesitara permiso de la
enfermera para comer cosas de mayores.
A Pedro la enfermera le perturba. Su
exagerada dulzura le parece la tapadera tras la que intenta
radiografiarle el alma. Tiene la petulancia de los que conviven a
diario con la putrefacción y la muerte, con el tipo de asuntos que
los demás escondemos bajo la alfombra. Estar en la misma habitación
que ella es como presentarse a un examen. Como si toda su ropa fuera
transparente y ella pudiera ver dónde esconde cada
chuleta.
Pero no puedes saberlo todo, se ríe
Pedro para sus adentros, mientras desenvuelve un bombón y se lo pone
a su madre en la mano. Ella se lo mete entero en la boca, lo muerde,
y al principio sí, hace un gesto pequeñito de desagrado, que pasa
pronto, antes de que la enfermera pueda darse cuenta.
- ¿A que te gustan, mami? ¿A que siempre te han gustado?
Y su mami afirma, chutada de azúcar y
con la cabeza ida, incapaz de acordarse de que en realidad los
bombones de licor siempre le dieron asco. Ponía esa cara, si alguna
vez por error cogía uno, como si en vez de coñac estuvieran
rellenos de semen. Inmediatamente se lo escupía en la mano y se lo
quedaba mirando como si hubiera sido humillada.
Esta vez se lo traga y dice mmm con los labios arrugados, un ruido de pajarito. Qué le vamos a hacer, si no
quedaban de los de avellana, piensa Pedro para espantarse la culpa.
Como si fuera la primera vez que lo hace. Como si nunca hasta hoy
hubiera hecho travesuras con la memoria de su madre. Como si no le hubiera recordado
vacaciones que nunca existieron, ni juegos que ella nunca tuvo
talento de inventarse, ni sacrificios al estilo de Los puentes de
Madison.
Hace un par de
meses hasta consiguió borrar la existencia de su hermano. Ella no
paraba de llamarlo, cuándo viene mi Alfonso, dónde se ha metido mi
niño; así una visita tras otra, y su niño que no aparecía; mejor
que no lo esperase, a su Alfonso que puso tres países de por medio
en cuanto empezó a quedar claro que su madre dimitía de sí misma.
Consiguió convencerla de que sólo había parido un hijo, y ahora a
él le da igual que a veces le llame Alfonso y otras veces le llame
Pedro.
Mira quién ha venido hoy, Carmen, dice a veces la enfermera, pero si es
su Alfonsito. Y lo clava en el sitio con esa mirada aviesa.