sábado, 28 de noviembre de 2015

Ups, she did it again, o la broma que no se agota



Las relaciones que duran generan caras específicas. Está la cara de ni una rata leprosa me daría más asco. La cara de distracción transitoria que pones al pelar un kiwi mientras tratas de adivinar quién serías si hubieras tomado otras decisiones. La cara de mansedumbre infinita que sigue a la millonésima aclaración de que el café molido que nos gusta es el natural, y no, nunca, jamás, el torrefacto. La cara de mantequilla a temperatura ambiente que se te pone al doblar su pijama todavía tibio para esconderlo debajo de la almohada.

Y luego está esa otra cara inquietante. El gesto que iba para carcajada pero cuya arquitectura muscular ves derrumbarse a cámara lenta y transformarse en la mueca desmoralizada del que busca vías de escape. Pasa cuando un viejo amigo vuelve a contar en público Aquella Anécdota, con idéntico adorno a como lo hizo por vez primera. Como si tú no hubieras asistido a esa ceremonia nunca. Como si, de hecho, no estuvieras ahí mismo, padeciendo el eterno retorno en una de sus versiones cutres. Todo el mundo se ríe; tu viejo amigo se ríe con una risa tan fresca que parece recién sacada de su embalaje. Todo el mundo te mira, y tú, mientras, intentas levantar del suelo los escombros de tu carcajada.

Pues precisamente esa es la cara que temía que se me pusiera al leer este segundo libro de Caitlin Moran. Con un título primo hermano de aquel que primero me distanció y luego me ganó eternamente para su causa. Con unas líneas maestras análogas. Con un personaje tan... ella. No estaba dispuesta a que mi flechazo se viera mancillado por el hábito, la repetición de clichés autoreferenciales, todas esas bragas sucias tiradas por cualquier parte. 


¡Ahí pone que Lionel Shriver es fan de CM!

Bien, no llevo más de un tercio de lectura, y sé que esa no es manera de hacer una reseña, pero, qué demonios, quién dijo que esta lo fuera. Esto es sólo una manifestación de amor fanático hacia una manera de hacer las cosas, las de la literatura y las de la vida, definida por el arrobo y el desenfado. Por la alegría silvestre de estar en el disparadero, en ese tipo de principios en los que el mundo te percute y te manda a tomar por saco. Cuando te atreves a concederte un permiso cándido y desnortado para construir a ciegas tu personaje. Cuando sólo respirar un aire sucio e indescifrable te dopa.

Esto es también una oferta de amistad entusiasta hacia todos los que cogen las armas de la alegría. Aquellos que, como la protagonista de la novela, saben que lo que ellos quieren ser “todavía no se ha inventado”.

2 comentarios:

  1. "... las armas de la alegría". Me gusta.
    Aunque tendremos que taparnos ojos y oídos para conseguirlo.

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    1. Nooo, todo lo contrario: tienes que apuntar bien para hacer blanco.

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