Me calentabas las manos mientras decías
que cualquier día de aquellos nos escaparíamos a Belice. Ni más
ni menos, te respondí yo, mirándote como si llevara gafas y pudiera
atravesarte por encima de ellas. Te pensarías que era una manera de
devolverte la broma, pero en realidad sólo intentaba esconder mi
turbación.
- ¿Por qué a Belice, si se puede saber?
- Bueno, allí hace calor, y todo el
mundo se larga a Brasil. Pero a nadie se le ocurriría buscarnos en
Belice. ¿Tú sabes cuál es la capital? Yo tampoco. Esa es la
cuestión.
Y me envolvías las manos como si las
tuyas fueran manoplas, sin frotar, sin mostrar mucha prisa. Yo me
conformaba con entender la mitad de lo que decías.
- Ahí las tienes, calentitas de nuevo.
Me devolvías las manos con una palmadita
y te ponías a otra cosa, tan orgulloso de tu prodigioso poder de
calefacción. Asaltabas la máquina de café, releías alguna
historia clínica traspapelada, o te sentabas en el sillón y con los
ojos cerrados, ponías cara de gato al sol. Yo me quedaba todavía
unos instantes de pie junto a la ventana, encerrando en círculos de
vaho los edificios más altos que veía tras el cristal. Calentabas,
vaya que sí. Pero ese era un punto que había que anotar en el hecho
de que me agarraras, más que en la bondad de tus arterias.
El invierno en que me ofrecí a cambiar
lo que no está escrito de guardias fue de los más fríos que
recuerdo. Tú necesitabas pasta para comprarle un coche adaptado a tu madre,
yo necesitaba verte a menudo. Enero era enero en cualquier parte de
este hemisferio, punto. Todos llevábamos más de un jersey bajo la
bata, todos menos tú, con tus poderes y tu circulación sanguínea y
tu acento de pueblo soriano. Las enfermeras nos invitaban a su salita
de estar cada vez que pasábamos moqueando por su puerta, y allí nos
refugiábamos un rato, sólo porque a ti te encantaba inventarte
diminutivos personalizados para cada una de ellas. Te adoraban, tú
hacías como que las adorabas a ellas, y yo creía que sólo era a
mí a quien le calentabas las manos. Allí yo ensayaba el teatro del
frío por si te dabas por aludido, aunque el brasero me achicharrara
las piernas. Escondía la nariz en las vueltas de mi bufanda, me
soplaba las manos. Aquella mesa camilla tenía unas faldas de
terciopelo sintético calcadas a las que tenía mi abuela en su casa.
E igual que cuando mis padres me obligaban a visitarla, yo me moría
porque el tiempo pasara deprisa. Por salir de esa jaula de faldas
color marrón caca y largarme a jugar a lo que fuera contigo.
Pasé así mil horas pegajosas, dando
golpecitos con el pie en la tarima de la mesa camilla. Me froté las
manos como si quisiera llegar hasta el hueso. Belice, capital
Belmopán, Belice, capital Belmopán, se me metió en la cabeza, como
un estribillo idiota de anuncio. Lo había buscado en la Wikipedia,
pero no quise decírtelo, por superstición. Isabel II es la reina de
Belice, y allí viven los garífunas, gente peculiar. Hay
arrecifes y selvas, y podrías pasarte el año entero en tirantes.
Una de aquellas tardes, hijo perfecto, apareciste en el hospital con un
paquete de guantes tejidos por las manos santas de tu madre. Un par
para Mariniña, otro para Carmela, otro para Conchitina, otro para
mí. Ellas te hicieron la ola, adivinaron que preferías el tiramisú
antes que el brownie, y compartieron contigo sus infalibles recetas de
berza.
Yo miraba mis guantes plantados sobre el
cristal de la mesa. Eran rosa cerdito, los dos de la mano derecha, y
tú, bueno, supongo que tú eras demasiado buen chico como para llevarme a Belice algún
día.
Y por qué tenemos que esperar que nos lleven, por qué no ir solas?.
ResponderEliminarPorque entonces no lo llamarían amor.
EliminarLos chicos buenos, a veces, son mas malos que los chicos malos.
ResponderEliminarLos chicos buenos, con su encanto tóxico, y sus promesas como bombas lapa y su falta de atención. Cabrones.
Eliminar