jueves, 5 de diciembre de 2013

Belice


Me calentabas las manos mientras decías que cualquier día de aquellos nos escaparíamos a Belice. Ni más ni menos, te respondí yo, mirándote como si llevara gafas y pudiera atravesarte por encima de ellas. Te pensarías que era una manera de devolverte la broma, pero en realidad sólo intentaba esconder mi turbación. 
 
- ¿Por qué a Belice, si se puede saber?
- Bueno, allí hace calor, y todo el mundo se larga a Brasil. Pero a nadie se le ocurriría buscarnos en Belice. ¿Tú sabes cuál es la capital? Yo tampoco. Esa es la cuestión.

Y me envolvías las manos como si las tuyas fueran manoplas, sin frotar, sin mostrar mucha prisa. Yo me conformaba con entender la mitad de lo que decías. 
 
- Ahí las tienes, calentitas de nuevo.

Me devolvías las manos con una palmadita y te ponías a otra cosa, tan orgulloso de tu prodigioso poder de calefacción. Asaltabas la máquina de café, releías alguna historia clínica traspapelada, o te sentabas en el sillón y con los ojos cerrados, ponías cara de gato al sol. Yo me quedaba todavía unos instantes de pie junto a la ventana, encerrando en círculos de vaho los edificios más altos que veía tras el cristal. Calentabas, vaya que sí. Pero ese era un punto que había que anotar en el hecho de que me agarraras, más que en la bondad de tus arterias.

El invierno en que me ofrecí a cambiar lo que no está escrito de guardias fue de los más fríos que recuerdo. Tú necesitabas pasta para comprarle un coche adaptado a tu madre, yo necesitaba verte a menudo. Enero era enero en cualquier parte de este hemisferio, punto. Todos llevábamos más de un jersey bajo la bata, todos menos tú, con tus poderes y tu circulación sanguínea y tu acento de pueblo soriano. Las enfermeras nos invitaban a su salita de estar cada vez que pasábamos moqueando por su puerta, y allí nos refugiábamos un rato, sólo porque a ti te encantaba inventarte diminutivos personalizados para cada una de ellas. Te adoraban, tú hacías como que las adorabas a ellas, y yo creía que sólo era a mí a quien le calentabas las manos. Allí yo ensayaba el teatro del frío por si te dabas por aludido, aunque el brasero me achicharrara las piernas. Escondía la nariz en las vueltas de mi bufanda, me soplaba las manos. Aquella mesa camilla tenía unas faldas de terciopelo sintético calcadas a las que tenía mi abuela en su casa. E igual que cuando mis padres me obligaban a visitarla, yo me moría porque el tiempo pasara deprisa. Por salir de esa jaula de faldas color marrón caca y largarme a jugar a lo que fuera contigo.

Pasé así mil horas pegajosas, dando golpecitos con el pie en la tarima de la mesa camilla. Me froté las manos como si quisiera llegar hasta el hueso. Belice, capital Belmopán, Belice, capital Belmopán, se me metió en la cabeza, como un estribillo idiota de anuncio. Lo había buscado en la Wikipedia, pero no quise decírtelo, por superstición. Isabel II es la reina de Belice, y allí viven los garífunas, gente peculiar. Hay arrecifes y selvas, y podrías pasarte el año entero en tirantes. Una de aquellas tardes, hijo perfecto, apareciste en el hospital con un paquete de guantes tejidos por las manos santas de tu madre. Un par para Mariniña, otro para Carmela, otro para Conchitina, otro para mí. Ellas te hicieron la ola, adivinaron que preferías el tiramisú antes que el brownie, y compartieron contigo sus infalibles recetas de berza.

Yo miraba mis guantes plantados sobre el cristal de la mesa. Eran rosa cerdito, los dos de la mano derecha, y tú, bueno, supongo que tú eras demasiado buen chico como para llevarme  a Belice algún día.

4 comentarios:

  1. Y por qué tenemos que esperar que nos lleven, por qué no ir solas?.

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  2. Los chicos buenos, a veces, son mas malos que los chicos malos.

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    1. Los chicos buenos, con su encanto tóxico, y sus promesas como bombas lapa y su falta de atención. Cabrones.

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