sábado, 7 de diciembre de 2013

Y Siberia

Nueve de la mañana. El termómetro se encuentra todavía a gusto en la zona bajo cero. No puedo decir lo mismo. Por debajo de la piel siento cada uno de los huesecillos de mis manos a punto de convertirse en cristal. Cada cosa que toco amenaza con romperlos. El asa metálica del cubo. El maletín donde acarreamos el aparato de toma de muestras. Las sondas. Un boli Bic inofensivo a priori. Folios que primero se arrugan y al instante se endurecen, como si hubieran recibido un baño de apresto. Son las cosas, no el aire gélido, las que roban el calor de los vivos a mis dedos. En este momento me parece estar viviendo un encantamiento parecido, aunque inverso, al del Rey Midas.

Pero ¿sabes una cosa? Merece la pena despertar pasadas las seis y salir de la cuna para ver esto. En apenas veinte kilómetros hemos alcanzado el país del invierno. Allá en la ciudad los árboles de los paseos y las plazas se aferran todavía a sus hojas. Sin melancolía. Cada vez que veo sus copas amarillas me parecen un estandarte de todo lo tibio y dulce que hay en el mundo. Aquí, en cambio, están desahuciados. Alguna hoja queda, como algún diente en una boca de noventa años, o algún mechón en la cabeza calva de tu abuelo. Los árboles de vaho que salen por mi boca son mucho más frondosos. 

Frío en las retinas
 

Así que aquí estamos, en este país blanco y crujiente. Deberíamos habernos fiado de los patos. Hace media hora circulábamos aún por la autovía. Ellos hacían lo propio en sus carreteras del aire, sin despegarse apenas de nuestra rueda. Unos cuantos escuadrones en uve de patazos a punto de acabar su largo viaje desde ¿Suecia, Ucrania? Imposible no emocionarse al contemplar un montón de elegantes animales viajando sin un ruido desde tan largas distancias. Hay en ello algo íntimo a lo que seres bulliciosos como los humanos no podemos tener acceso. Un silencio cargado de significado que recuerda a las conversaciones que los sordomudos mantienen entre ellos. Los demás, con nuestras palabras torpes y nuestras voces, parece que siempre estamos desperdiciando parte del mensaje.

En estas lagunas también hay patos, jugando unos a las peleítas, desperezándose otros, o nadando absortos en su propia gracia, como bailarinas. Y hay también garcillas colgadas del cable de un tendido doméstico, en busca de los primeros rayos de sol. Sé que si metiera la cabeza entre las piernas y las mirara, se verían como ropa blanquísima puesta a secar. Pero lo que le da al paisaje su carácter extremo es la vegetación. Toda la hierba, todas las hojas caídas, todos los carrizos con sus plumeros, están cuajados de estrellas de hielo. Todo se ve duro y a la vez delicado. La escarcha durará una hora más, como mucho, y nosotros somos espectadores de excepción. La joyería abierta de par en par, sólo para nuestros ojos y nuestro adorno.

Las acequias que drenan esta llanura despiden el mismo vaho que mi boca. El sol calienta tímidamente la espalda abrigada con tres capas que hace un momento parecían poca ropa. Ya mismo va a acabarse esta hermosura que ocurre en silencio. Y, sí, merece la pena arrancarse de la comodidad sobrecaldeada de nuestras casas, trabajar cuando hasta los patos han llegado a su destino de vacaciones, sólo para ser testigos de este lapsus inofensivo de invierno. Pisar un suelo duro cuya frialdad se ríe de la suela de mis botas altamente técnicas. Desplegar bien la espalda para demostrarle al frío que no tengo miedo. Y saber que, a pesar de las manos todavía agarrotadas, podré seguir confiando en la tenacidad con que mi cuerpo se mantiene caliente. Es algo que en verano se nos olvida: bajo la piel, siguen ocurriendo prodigios.


1 comentario:

  1. Hija mía, lo cuentas tan bonito, que se me olvida como me duelen tus manos heladas y el resto de tu cuerpo, como estabas cuando llegaste anoche.
    Te quiero

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