Así que ya estoy aquí, y debería de
albergar algún sentimiento conmovedor. Una paz especial, una
sensación de integridad. Esta mañana fue necesario retrasar unas
cuantas horas la partida, y me lo tomé como si estuvieran a punto de
desollarme. Tenía verdadera hambre de mi casa, mi techo alto, la luz
minuciosa, el mar. Tenía tantas ganas de ver a mi familia como si me
hubiera despistado, y volviera a casa por Navidad. Y ahora por fin
escribo bajo este techo tan considerado con mi necesidad de espacio,
permitiendo con gusto que la chimenea mal diseñada me ahúme como a
los salmones. Y repaso la línea oscura de los árboles, como si los
acariciara con la mirada, y me pregunto si la masa de nubes color
mercurio terminará desplomándose sobre nuestras cabezas, tal y como
amenaza. Y sólo puedo percibir el cambio de escenario. A mí no me
ha cambiado la cara, no brillo más que ayer, no me siento
especialmente bienaventurada. Y no os podéis hacer una idea de la
buena medicina que eso es. Sólo hace falta que, la próxima vez que
enferme de anhelo, recuerde este tratamiento. No es el lugar lo que
atrae la bonanza.
Lo peor de la enfermedad de la ganas es
que te vuelve ciega. Estaba yo tan loca esta mañana por llegar a la
casa de mi padre, que por poco me pierdo un milagro. Me levanté de
un salto, dispuesta a desayunar rápido y a meter el pijama todavía
caliente en la maleta. Abrí los postigos del balcón, y el
entusiasmo de contemplar cómo la nieve emborronaba las calles de mi
rutina me duró lo que una pausa para la publicidad. Caía, y caía,
sibilina y categórica, tan perfecta que apenas si se atrevía una a
decir una palabra. Y la punta de los cipreses se fue jorobando, los
escalones de la cuesta se convirtieron en una mullida rampa, y el
cielo se desmoronaba en pedazos de fieltro a un ritmo que parecía
como si nunca más fuera a recomponerse. Tan suntuoso. Tan
descaradamente largo. La nevada que la radio ya anunciaba como
histórica duró cerca de dos horas, y la logística empezó a
ponerse complicada. Los locutores hablaban de carreteras cortadas. La
carretera a mi casa, entre ellas. Y no hacía falta asomarse al
balcón para saber que mi coche no iba a poder salir inmediatamente
del garaje. Mandé a la mierda el espectáculo, si he de ser sincera.
Me olvidé de mis mandamientos, y volví a escaparme hacia la
nostalgia.
Y sí, ya estoy aquí, y sigo siendo la
misma, como cantaba la sin par Tamara. A veces esperamos, esperamos.
Nos pasamos la vida esperando a protagonizar el siguiente rito
iniciático. Por ejemplo, tenía también tantas ganas de que llegara
este último día de febrero. Tachaba casillas del calendario, hacía
cuentas con los dedos, y la cifra de post entre días se acercaba con
bastante exactitud a la que me había marcado como reto. Día diez de
febrero, diez post. Día veinte, diecinueve post, porque un desafío
sin un mínimo de resquicio para la indulgencia se convierte en primo
hermano de la inflexibilidad. Y porque me apeteció salir a pasear y
tomarme unas cervezas con Jose, y coincidió que era San Valentín, y
me pareció una chorrada simpática regalarle toda mi tarde. Día
veintiuno, ya sólo queda una semana, y lo estás consiguiendo,
chavala. Día veinticuatro, por dios, ¿no era este el mes más corto
del año? Día veintiséis, pues va a resultar que sí, que puedo.
Día veintiocho. Así que ya he llegado
al final del reto. ¿Debería albergar algún sentimiento conmovedor,
una paz especial, una sensación de integridad? Casi me imaginaba
llegando a este día, colgando este post, y tirando después el
ordenador (el superviviente) por el balcón. Me imaginaba una nevada
de confeti mental de calibre Ana Mato. Y resulta que sólo siento una
sobria responsabilidad de continuar. Mi cara no brilla más que a
finales de enero. No he desarrollado un superpoder. Ha llegado el día
veintiocho, y también la hora de seguir trabajando.
¿Una diferencia con el paralelismo un
tanto sutil entre el final del reto y la llegada a casa, tan
anhelados ambos? Tenía tantas ganas de salir esta mañana de
Granada, que si de repente el Veleta hubiera entrado en violenta
erupción, yo me habría encogido de hombros, y hubiera soltado muy
bonito, tú, ¿y las carreteras? Tenía tantas ganas de que se
acabara mi reto de escritura diaria. Y sin embargo, con qué entrega
me he dedicado a la escritura diaria. De qué manera, mientras mis
deberes me absorbían, olvidaba cualquier meta. Qué hermoso me
parecía, día tras día, el espacio vacío del ordenador donde iban
a fijarse mis palabras, tan blanco, tan callado como la nieve.
La he puesto en el Facebook, la pongo aquí, en la Puerta del Sol la pongo, si hace falta |