Mírala, mi cama, con esas sábanas
revueltas que a lo largo de la mañana han dejado escapar a
regañadientes el calor de mi cuerpo. Mira qué aspecto tan inocente.
Y, sin embargo, ahí pasan cosas raras Si no fuera porque, cuando
llego del trabajo, vengo dispuesta a devorarme tres niños recién
nacidos, haría la cama apenas traspasada la puerta, sin quitarme el
uniforme siquiera. Nunca lo hago, y luego vienen las consecuencias.
No he terminado todavía de comer, y la
cama deshecha empieza ya a cantar sus persuasivos cantos de sirena.
La puerta del dormitorio está abierta, y puedo verla bien, sentada a
la mesa donde, con el tenedor, martirizo al último bocado de lo que
hoy me he puesto por delante. Hay días en los que podría ir a la
tele a contar el Extraño Caso del Estómago Menguante, y este es uno
de ellos. Desde donde juego a comer, la cama se ve pequeña e
impúdica, con todas sus vergüenzas al aire, como una francesita de
los años veinte. No me puedo resistir a sus encantos.
Aun sabiendo de sobra que la siesta me
provoca resaca. Ya lo he comentado alguna vez, ¿verdad? No es raro
que, a eso de las cinco, me despierte soñando, y a mí, ese
contraste entre la realidad indiscutible del sueño y la luz redonda
de la primera tarde, me trastorna particularmente. Me levanto de la
cama gimiendo, que es algo que nunca hago por la mañana, y con el
alma en los tobillos. Como si me hubieran expulsado del hábitat del
sueño, a un lugar en el que tampoco tengo tiempo para vivir de
verdad. Como si me hubieran robado el bolso en un aeropuerto, con
todo mi dinero, el pasaporte y la tarjeta de embarque.
Pasan otras cosas perturbadoras, en la
cama. Los mismos sueños, por supuesto, pero de eso ya hablé en un
post antediluviano. Miro las arrugas de las sábanas, y me pregunto
cómo pueden disimular tan bien todo lo ha sucedido esta noche entre
ellas. Cómo pueden ser tan sibilinas, y preparar semejantes trampas.
Todo lo que soñé anoche se ha perdido, igual que los recuerdos de
mi primer año en la Tierra y, sin embargo, me parece que mi cama
huele todavía a desencuentros. Anoche soñé con un hombre que está
radicalmente fuera de mi vida cotidiana, alguien sobre quien podría
escribir una larga lista de oportunidades perdidas. Nunca fui con él
a la playa. No conocí a su hermana. Nunca me dejó verlo desnudo a
la luz del día. No lo vi llorar. No fui con él a las rebajas o a la
boda de un compañero de trabajo. No lo vi aburrirse un domingo por
la tarde. Ni sudar. Mear. Sufrir un dolor de cabeza. Ni por asomo
hizo nunca proyectos para cuando fuéramos viejecitos. No me regañó
por ir descalza por la casa, ni me metió prisa para que saliera del
cuarto de baño. No le vi apuntar el papel higiénico en la lista de
la compra, ni entenderse con el mapa de carreteras de un país de
alfabeto raro.
Ese hombre tuvo anoche la poca
consideración de colarse en uno de mis sueños, en los que, de
alguna manera, yo no soy del todo yo, aunque todo lo que en ellos
pase afecte a la Silvia que aparece en mi carnet de identidad. En el
sueño, él entraba a una tienda de la que yo salía, me miraba de
refilón y, con fastidio evidente, se veía en la obligación de
saludarme y de presentarme a sus amigos. Pasaban luego más cosas de
las que ahora puedo acordarme, cosas que me han dejado a lo largo de
todo el día un poso de humillación en el aliento. Hay
desaparecidos, como él, que parecen seguir escribiendo con tinta
invisible en los márgenes de mi vida.
Pero hay otros momentos turbadores que
suceden en la cama, cuando uno no tiene la suerte de estar abrazado a
un cuerpo suavito y cálido. Está la sensación de los días que
pasan, más aguda que nunca. Están algunas imágenes sueltas y
aleatorias de mi historia, que, a veces, justo antes de dormirme,
pasan a toda velocidad por el visor loco de la memoria. Como si me
estuviera muriendo, exactamente. Son imágenes de momentos
intrascendentes que he olvidado por completo: yo andando por un lugar
espeso de árboles, zafándome de una rama espinosa de zarza que se
me ha enganchado en el forro polar del uniforme. Yo esperando en una
cafetería a que lleguen mis tías. En lo alto de un cerro de 1500
metros de altura, apretando los pies contra el suelo para que el
viento no me dé empujoncitos de matón de colegio. Luchando contra
el sueño en un bar, mirando a mi alrededor en busca de alguna cara
curiosa o un gesto que me entretenga. Yo paseando sola por la playa,
pensando que todos los guijarros de la orilla son iguales, pero
distintos, o distintos, pero iguales, y que todos tienen una historia
geológica que se cuenta en millones de años. Yo con la almohada
sobre la cabeza para amortiguar el escándalo de la obra de al lado
de mi casa. Y así me voy durmiendo, durmiendo, casi con una protesta
en los labios, porque quiero seguir viendo la película detallada de
mi vida, quiero llevarme a mi casa esas fragmentos desechados de
biografía, como si tuviera una especie de síndrome de Diogénes
temporal. Coger todos esos momentos, conservarlos aunque no valgan
nada, enhebrarlos, ser capaz luego de escribirlos.
Cuando despierto por la mañana, ya no me
acuerdo de nada. Me levanto, y la cama se queda con toda esa carga
secreta de tiempo y sentimientos.
Escuché contar a alguien que parecía entender del tema,que la siesta,para que sea reparadora, tiene que durar lo que tarden en caerse de la mano unas llaves,que habremos cogido para tal efecto.
ResponderEliminarPues el que dijera eso es un roñoso, una tacaño, un engurruñío de la siesta. Si no dura dos o tres horas, si cuando te despiertas no estás desorientado, sin saber si es por la mañana o por la tarde, o si es lunes o domingo, si cuando pones el pie en el suelo no estás hecho polvo por los sueños, si no te apetece un café por encima de todas las cosas, si no tienes la vista nublada y el ánimo decaído y al mismo tiempo en plan malafollá, eso no es una siesta. Unas llavecitas en la mano, anda, no me hagas reír. Ocurrencias de luis Carandell. Además creo que dijo bolígrafo. M.
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