lunes, 7 de mayo de 2012

Llamadas perdidas


Me dicen por ahí que tu parienta sale de cuentas dentro de diez días. Y yo, que hace unos tres años que no te veo, ni siquiera sé si esa que llaman tu parienta es la novia italiana que tenías por entonces. Es verdad que sólo tendría que marcar una D en la agenda de mi móvil para salir de dudas, pero ¿sería capaz de borrar ese pequeño acto de comunicación todo mi  desconcierto? ¿Sabría realmente algo de ti, además de que vas a tener un hijo, y que el cambio de trabajo no te fue ni bien ni mal? Tengo la impresión de que, al colgarte el teléfono, después de unos seis minutos que hubiera querido que pasaran más rápidos, la sonrisa que a todos se nos pone cuando hablamos con algún amigo no demasiado íntimo, no se vería muy dulce en mi cara. Porque tres años son más del tiempo que tuvimos para conocernos.  Y hay un salto insalvable entre el calor y la cortesía.

Pero mira que fue intenso ese tiempo, ¿verdad? ¿Cuántas horas pudimos compartir dentro del coche? Siete por jornada, a lo largo de muchas semanas de verano bravío, y de hielos que mis células no podían concebir siquiera. Un tiempo suficiente para intercambiar cotilleos, achaques, aquella rabia estéril contra el orden natural de las cosas de la administración. Los motes que cada uno le ponía al jefe, alguna que otra frustración, planes de viajes. Polémicas sobre la vida rural, proyectos no demasiado consistentes, y un puñado de crónicas sobre noches gloriosas. Chismes sobre el tiempo y los incendios. Fotografías de paisajes y de detalles, un buen montón de élitros y de malas hierbas. A veces, un buen silencio. Incluso un par de regalos. Todavía guardo en mi mochila la navaja con mango de olivo que me diste. En el tiempo de las naranjas, salgo del coche, busco una sombra que probablemente también compartí contigo, y pelo una con esa navaja que debía  completar mi disfraz de forestal. Siempre que la vuelvo a ver me digo que voy a llamarte. Si lo hubiera hecho ya, ¿me resultaría tan incómodo, ahora, imaginar mis felicitaciones por tu inminente paternidad, asimilar que el tiempo ha volado de mala manera, y con él, todas esas cosas livianas que compartimos?

No sé por qué uso la segunda persona, si no vas a leerme, porque no sabes que escribo en un blog.


Pero, bueno, ya tenemos los dos una edad. Sabemos que esto pasa. Hay mucha vida nuestra que la memoria se niega a retener, toda esa cantidad de tiempo que se ha perdido y que eres incapaz de resumir, cuando te hacen la pregunta imprudente de “qué te cuentas”.  Es la masa de vida que no figurará nunca en nuestra biografía. No hay nada en ella que pueda calificarse de brillante y, sin embargo, es lo que nos construye y nos mantiene en pie, en este momento, tú en tu parte de la ciudad, pendiente todo el rato del móvil, por si acaso te llama Laura, haciéndose la despreocupada, para avisarte de que el momento ha llegado, yo en la mía, haciendo cuentas de tanta gente con la que viví parte de esa vida de argamasa, y a la que echo de menos de una manera muy suave.

Me acuerdo de ti, y entonces no puedo dejar de acordarme del primer compañero con el que compartí largas horas de trabajo, y como un millón de kilómetros de carriles entre la campiña y el bosque de Jimena. Me acordaré siempre de su timidez nerviosa, y de cómo se reía a borbotones, cuando soltábamos maldades sobre la gente que nos buscaba para pedirnos un permiso de corta o de quema. Jamás olvidaré todo lo que me enseñó, desde los nombres de los cortijos y las vías pecuarias, hasta hacer planos, o conducir un Land-Rover de los tiempos de la guerra, a mí, que llevaba más de un año sin estrenar mi sufrido carnet.

También con él me pasa que quiero llamarlo por teléfono, y darle las gracias por todas las veces que me invitaron a comer su casa, su  inolvidable novia tajante y él, cuando yo más lo necesitaba, cuando más sola me sentía. Y decirle que, aunque entonces no me diera cuenta, porque no veía el momento de marcharme del pueblo, fui afortunada con ellos. Cada vez que íbamos los tres a buscar setas. Aquella merienda sobre la hierba, cerca de la vía del tren, en la hora rosa en que los gamos bajaban del monte a comer en los llanos de Barría. En la sobremesa, cuando él hacía un café con especias, y ella sacaba todos los folletos de Portugal que tenía guardados. Y cuando preparamos un festín y nos lo llevamos al monte, para cenar bajos los árboles, atentos a la berrea imponente, y al uh-uh-uh de los cárabos.

Y, como contigo, cien veces me digo que voy a llamarlo, y cien veces más me busco una ocupación, para justificarme diciendo que no he tenido tiempo. Mientras tanto, llegan hijos, mueren madres, empezamos a vivir con alguien, o emprendemos alguno de esos proyectos, que al final no eran tan inconsistentes. Vamos construyendo esa biografía más o menos rutilante que, luego, desarrollada en una charla telefónica, palidecerá frente toda aquella vida pequeña que compartimos un día, y perdimos.

1 comentario:

  1. Llevo años ¡años!,pensando en llamar a gente con la que, en su dia,compartí muchas horas y buenos momentos.Lo haré algún dia?.

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