jueves, 3 de mayo de 2012

Polígono


Todas las calles tienen nombres de pueblos de la provincia. Todas parecen iguales. Seguimos una hasta el final, y no encontramos lo que buscamos. Cogemos la paralela, la perpendicular a ésta, otra paralela más. Doblamos un millón de esquinas, antes de reconocer que volvemos a estar en la calle de partida. Se acerca el mediodía. El desayuno  lleva ya más de cinco horas sometido a todo tipo de insondables reacciones metabólicas y, si mi cuerpo tuviera un contador de gasolina, hace tiempo que la flecha marcaría peligrosamente por debajo de la línea roja. Dentro del coche hace ese tipo de calor que las abuelas asocia con las tormentas. Creo que si lo llenara de tomates del Mercadona, madurarían y resultarían comestibles en aproximadamente media hora.

Hace ya un buen rato que nos perdimos en este polígono industrial. O sea, que me están brotando, como si fueran toxinas, todos los prejuicios de los que intento desembarazarme. Sé que mi ecuanimidad va a sufrir un revés con esto que voy a decir, pero a) Odio el clima de Granada, que me reseca todas las mucosas del cuerpo y el alma; b) Hay días en los que no aguanto mi trabajo; c) ¿Qué hago yo aquí, mamá, pidiéndole papeles absurdos a un montón de criaturas que han madrugado todavía más que yo, y que deben de estar dedicando toda su energía mental a calcular cuántos días de trabajo les quedan, antes de que los manden de una patada a la exuberante cola del paro? d) Si yo debería estar persiguiendo pérfidos furtivos/buscando cebos envenenados/haciendo muestreos de flora en un lugar agradecido como los Alcornocales/buscando setas/escuchando crecer la hierba/criando cabras/haciendo mi quesito (tralarálarito).

Es verdad que todas estas chorradas son cuestiones que, en condiciones normales, tengo ya resueltas: hace una buena temporada que asimilé que ni el dónde ni el cómo son las preguntas básicas que resuelven la ecuación de mi felicidad. Pero, venga, admitid que un polígono industrial no cuadra del todo con la hipótesis de “condiciones normales”. Esa acumulación de chapa metálica achicharrada, esa carencia patológica de clorofila, a mí me perturba el ánimo, y me hace gimotear “padre, por qué me has abandonado”.

Y, sin embargo, después de otras setecientas vueltas, consigo olvidarme de mi irrelevante presencia en el mundo. Poco a poco, los carteles con los nombres de las empresas van asomando por encima de mis escrúpulos estéticos, y ponen en marcha toda esa rueda de interrogantes que la contemplación de la vida de la gente activa siempre en mi curiosidad. Veo a los tres tíos trajeados que se toman un café tardío en la terraza de un bar, y trato de adivinar la red de resentimientos que en este momento se estará tejiendo en torno a ellos. Imagino las miradas de ganster de aquellos otros clientes que se calzan con pesadas botas de puntas reforzadas.

Trato de meterme en la camiseta estrecha de una de esas camareras colocadas detrás de las barras, igual que las putas de Amsterdam en sus escaparates. Calculo mentalmente cuántos hombres habrán andado doscientos metros de más para verle las tetas. Me pregunto a qué hora exacta de la mañana sustituirá el asco al halago. El poco romanticismo que aún me queda me obliga también a fantasear con la posibilidad de que ese cliente que siempre se coloca en la misma esquina de la barra se haya terminado enamorando de ella. Hoy, ¿a cuántos trabajadores habrá asesinado con la mirada? Veo a esa chica, que puede que trabaje en una de las empresas distribuidoras de material de oficina, tratando de adivinar si alguna de las posibilidades del menú del día se ajusta a la dieta Dukan. Veo las miradas depredadoras de los que tratan de atrapar un periódico, para amortiguar el desamparo de desayunar solo en un lugar donde rugen las tragaperras y los chascarrillos sobre Mourinho.

Pasamos por delante de una fábrica de muebles, y me pregunto el aspecto que ofrecerán las radiografías torácicas de sus empleados, y si el  serrín se habrá convertido, para ellos, en una sustancia tan adictiva como la nicotina. Estoy convencida de que los que trabajan en esta fábrica de grasas se deben haber pasado a las filas del vegetarianismo fanático. Las manos de éstos de la fábrica de hielo, ¿tendrán sabañones hasta en agosto? ¿Cuántos faroles se tirará al día el diseñador gráfico de esta empresa de bolsas de plástico, frente al becario contratado para sustituir a la administrativa embarazada, que de todas formas no va a reincorporarse a su puesto de trabajo? ¿Cuántas veces se dirá para sus adentros que él estaba destinado para algo más creativo? ¿Se habrá acostumbrado ya el empleado del almacén de espejos y cristales a ver su reflejo por todas partes? ¿Se habrá pronunciado el primer sermón en esta iglesia evangelista, cuya vecindad con la fábrica de lápidas y encimeras de mármol parece de chiste?

Cuánta gente deseará escapar de la embriagadora fábrica de pinturas, del tostadero de kikos, del morboso almacén de material hospitalario, de los talleres de tuneado, de los obradores de pastelería donde se fabrica la muerte dulce de los niños, del almacén de regalos de empresa, tan sarcástico, del de colchones, tan seductor, de las pocas empresas de alquiler de maquinaria para construcción que todavía quedan abiertas, del taller de cilindros y cromados, que suena a Chicago, años 30, de la venenosa fábrica de fertilizantes, de los almacenes de empresas de mudanzas, tan ricos en historias y abandonos, de las imprentas por donde nunca ha pasado un libro, del taller de taxidermia, que es muy, muy triste, de los after hours todavía más tristes.

Cuánta de esta gente soñará con una vida distinta. Cuántos no sentirán remordimientos, al
contar el número de naves que en estos últimos años se han ido quedando vacías, esas bajo cuyas puertas cerradas con candado asoma tanta correspondencia indiscreta. Qué difícil les resultará distinguir resignación de agradecimiento. Y qué poco me cuesta admitir a mí que, a pesar de las fealdades, hay pocos lugares desiertos para la imaginación.

4 comentarios:

  1. el jartible de niki cabe05 mayo, 2012 20:39

    Que poquito te hace falta para crear magia, emoción y curiosidad.

    ¡muchos nasclis!

    ResponderEliminar
  2. El otro día pensaba que en la escritura tiene que haber AMOR para querer que las personas también sientan lo que estás sintiendo sobre algo que ves o vives y mucha generosidad.
    Me gustó mucho tu post anterior en parte porque algunas de las escenas las recorrí con las "primicas junticas". En este me ha llegado el desasosiego de esos lugares.
    Pues eso, Silvia, amor y generosidad.
    Besazos!!!!

    ResponderEliminar
  3. Hija mia,con lo que tú vales!Te quiero.

    ResponderEliminar
  4. lectoraadicta06 mayo, 2012 11:15

    Hagamos una encuesta.¿Cuanta gente está satisfecha con el trabajo que realiza?.

    ResponderEliminar