jueves, 24 de mayo de 2012

Vivir bien


Todavía tengo clavado en la mente eso que me dijiste por Facebook sobre el buen vivir. He estado a punto de escribir que llevo toda la semana dándole vueltas al tema, pero no, qué va: me da la impresión de que mi capacidad de raciocinio está en barbecho, y que a lo único a lo que me puedo dedicar, con un poco de conciencia, es a manosear un par de palabras. Vivir bien, vivir bien. Vivir. Bien. De ahí no salgo. Llevo tus palabras en la cabeza y no sé muy bien qué hacer con ellas.

En realidad yo hubiese querido escribir este post ayer. Me habría levantado de la siesta, esta vez llena de energía, relajada, imponiendo control sobre piernas, brazos e imágenes mentales, por la sencilla razón de que la tarde del miércoles que sigue a un ciclo de diez días seguidos de trabajo siempre llega como una especie de ruptura gloriosa. El uniforme se habría quedado un rato tirado en el suelo de la habitación, tal y como lo dejé al llegar a casa, bien humillado, antes de que lo metiera en el cesto de la ropa sucia. Habría abierto de par en par las ventanas del balcón y, dándole coba infinita a una onza de chocolate con el 80% de cacao, me habría puesto a diseñar para ti unas cuantas instrucciones sobre lo que considero vivir bien.

En lugar de eso, llené mi maleta con un batiburrillo absurdo de ropa de invierno y verano, aturdida, con ganas de que fuera La Maleta Definitiva que llevaría conmigo allí adonde nadie me encontrara. Y me pasé dos horas en el asiento del copiloto de un coche sin fijarme ni una sola vez en el paisaje, porque bastante tenía con no arrancar a llorar. A las diez de la noche llegamos a Estepona y, bueno, podría haberme puesto a escribir después de la cena, pero entonces mi post sobre el buen vivir no hubiera resultado muy honesto. ¿Por qué será, amigo, que ni tú y yo, siendo como somos tan listos, al menos tanto como los demás, terminamos de afinar nuestras estrategias vitales? ¿Por qué hay siempre un dolor entre las omóplatos, o una escasez endémica de tiempo, o cierta indefinición a la hora de establecer lo que nos motiva, o algo que no acaba de llegar?

Porque, tengo que decírtelo, toda esta semana pasada (para mí, repito, ayer fue viernes) me he sentido tan marchita. Estancada. Como si mi trabajo, lo que leo y lo que escribo, las pocas personas con las que me relaciono, y lo que hay en mi corazón, me impusieran una digestión muy lenta, muy larga y muy pesada. Desde hace unos cuantos días se me repite el sabor de las mismas palabras y las mismas rutinas. Estoy un poco viciada. Ayer sólo deseaba ser libre, y no tener que rendir cuentas de mis actos a nadie. Coger mi coche y largarme donde fuera sin que nadie tachara mis idas y venidas de caprichos. Ayer quería volver a trazar mapas a mi medida, y rastrear las carreteras en busca de algo nuevo. Hace mucho que no duermo en los coches. Y, sin embargo, camino de Estepona, los ojos escocidos se me querían salir de su sitio, porque me daba cuenta de que, ahora que sé lo que son la ternura y la intimidad, no sabría renunciar a ellas a cambio de una vía libre que ni siquiera sé ubicar.

Por suerte, para vivir bien se precisan pocos materiales. Sí, es verdad que, como dijiste, resulta un trabajo duro. Tienes que estar todo el rato pesando, calibrando, haciendo elecciones y equivocándote. A veces tienes que juntar un montón de calderilla para sacar sólo una poquita de fuerza de tu cuerpo y de tu alma. Pero, si superas esas premisas, vivir bien no es complicado. Quizás baste con que uno se comprometa a llevar a cabo, todos los días, un acto cargado de energía, aunque sea mínimo. Una especie de regalo que uno se hace a sí mismo y al mundo.

Hacerte un hueco de al menos media hora para pasarla fuera de las paredes de tu casa. Oler jazmines calientes. Recordar cuando tuviste un momento pleno. No sentir una nostalgia feroz por ese momento. Recordar otra vez lo bueno que estaba aquel bocadillo de queso de cabra en Bolonia. Cerrar los ojos frente al sol y creerte capaz de ver correr la sangre por los capilares de tus párpados. Preparar el desayuno para los de tu casa con una dedicación de convento. Abrazar, abrazar mucho, aunque a veces nos sepa a renuncia. Soñar con que un día tus amigos se sentarán a la misma mesa, bajo una parra, y que palabras, risas y silencio se enlazarán sin trauma. Ir al Decathlon para comprarte un bañador, aunque te aplaste las tetas (o el bulto que corresponda en tu caso) hasta extremos masculinos, porque te ilusiona adquirir una nueva destreza. Llamarte por teléfono. Obviar todo aquello que se queda en la cuneta cuando seguimos un camino. Aprender a respirar con todo el cuerpo. Tratar lo que respiras y comes como una ofrenda. Pagar para que mimen tu cuerpo. Explorarlo en busca de lo que le gusta o le disgusta. Enorgullecerte por lo poco o mucho que salga de tus manos. Mirar las cosas, la hierba, tu piel, tus minutos, desde un primer plano. Poner pie tras pie. Esforzarse porque amor y libertad sean palabras equivalentes. Tenderte en la cama y escuchar una y otra vez esta canción:



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