Todavía tengo clavado en la mente eso
que me dijiste por Facebook sobre el buen vivir. He estado a punto de
escribir que llevo toda la semana dándole vueltas al tema, pero no,
qué va: me da la impresión de que mi capacidad de raciocinio está
en barbecho, y que a lo único a lo que me puedo dedicar, con un poco
de conciencia, es a manosear un par de palabras. Vivir bien, vivir
bien. Vivir. Bien. De ahí no salgo. Llevo tus palabras en la cabeza
y no sé muy bien qué hacer con ellas.
En realidad yo hubiese querido escribir
este post ayer. Me habría levantado de la siesta, esta vez llena de
energía, relajada, imponiendo control sobre piernas, brazos e
imágenes mentales, por la sencilla razón de que la tarde del
miércoles que sigue a un ciclo de diez días seguidos de trabajo
siempre llega como una especie de ruptura gloriosa. El uniforme se
habría quedado un rato tirado en el suelo de la habitación, tal y
como lo dejé al llegar a casa, bien humillado, antes de que lo
metiera en el cesto de la ropa sucia. Habría abierto de par en par
las ventanas del balcón y, dándole coba infinita a una onza de
chocolate con el 80% de cacao, me habría puesto a diseñar para ti
unas cuantas instrucciones sobre lo que considero vivir bien.
En lugar de eso, llené mi maleta con un
batiburrillo absurdo de ropa de invierno y verano, aturdida, con
ganas de que fuera La Maleta Definitiva que llevaría conmigo allí
adonde nadie me encontrara. Y me pasé dos horas en el asiento del
copiloto de un coche sin fijarme ni una sola vez en el paisaje,
porque bastante tenía con no arrancar a llorar. A las diez de la
noche llegamos a Estepona y, bueno, podría haberme puesto a escribir
después de la cena, pero entonces mi post sobre el buen vivir no
hubiera resultado muy honesto. ¿Por qué será, amigo, que ni tú y
yo, siendo como somos tan listos, al menos tanto como los demás,
terminamos de afinar nuestras estrategias vitales? ¿Por qué hay
siempre un dolor entre las omóplatos, o una escasez endémica de
tiempo, o cierta indefinición a la hora de establecer lo que nos
motiva, o algo que no acaba de llegar?
Porque, tengo que decírtelo, toda esta
semana pasada (para mí, repito, ayer fue viernes) me he sentido tan
marchita. Estancada. Como si mi trabajo, lo que leo y lo que escribo,
las pocas personas con las que me relaciono, y lo que hay en mi
corazón, me impusieran una digestión muy lenta, muy larga y muy
pesada. Desde hace unos cuantos días se me repite el sabor de las
mismas palabras y las mismas rutinas. Estoy un poco viciada. Ayer
sólo deseaba ser libre, y no tener que rendir cuentas de mis actos a
nadie. Coger mi coche y largarme donde fuera sin que nadie tachara
mis idas y venidas de caprichos. Ayer quería volver a trazar mapas a
mi medida, y rastrear las carreteras en busca de algo nuevo. Hace
mucho que no duermo en los coches. Y, sin embargo, camino de
Estepona, los ojos escocidos se me querían salir de su sitio, porque
me daba cuenta de que, ahora que sé lo que son la ternura y la
intimidad, no sabría renunciar a ellas a cambio de una vía libre
que ni siquiera sé ubicar.
Por suerte, para vivir bien se precisan
pocos materiales. Sí, es verdad que, como dijiste, resulta un
trabajo duro. Tienes que estar todo el rato pesando, calibrando,
haciendo elecciones y equivocándote. A veces tienes que juntar un
montón de calderilla para sacar sólo una poquita de fuerza de tu
cuerpo y de tu alma. Pero, si superas esas premisas, vivir bien no es
complicado. Quizás baste con que uno se comprometa a llevar a cabo,
todos los días, un acto cargado de energía, aunque sea mínimo. Una
especie de regalo que uno se hace a sí mismo y al mundo.
Hacerte un hueco de al menos media hora
para pasarla fuera de las paredes de tu casa. Oler jazmines
calientes. Recordar cuando tuviste un momento pleno. No sentir una
nostalgia feroz por ese momento. Recordar otra vez lo bueno que
estaba aquel bocadillo de queso de cabra en Bolonia. Cerrar los ojos
frente al sol y creerte capaz de ver correr la sangre por los
capilares de tus párpados. Preparar el desayuno para los de tu casa
con una dedicación de convento. Abrazar, abrazar mucho, aunque a
veces nos sepa a renuncia. Soñar con que un día tus amigos se
sentarán a la misma mesa, bajo una parra, y que palabras, risas y
silencio se enlazarán sin trauma. Ir al Decathlon para comprarte un
bañador, aunque te aplaste las tetas (o el bulto que corresponda en
tu caso) hasta extremos masculinos, porque te ilusiona adquirir una
nueva destreza. Llamarte por teléfono. Obviar todo aquello que se
queda en la cuneta cuando seguimos un camino. Aprender a respirar con
todo el cuerpo. Tratar lo que respiras y comes como una ofrenda.
Pagar para que mimen tu cuerpo. Explorarlo en busca de lo que le
gusta o le disgusta. Enorgullecerte por lo poco o mucho que salga de
tus manos. Mirar las cosas, la hierba, tu piel, tus minutos, desde un
primer plano. Poner pie tras pie. Esforzarse porque amor y libertad
sean palabras equivalentes. Tenderte en la cama y escuchar una y otra
vez esta canción:
Que bueno!!.Besos.
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