No necesito sentarme dos horas en la
postura del loto para darme cuenta de que la realidad no es una cosa
estable y consistente. La mente, a pesar de los hábitos adquiridos,
divaga a lo largo del día entre varios extremos. El corazón bascula
según le dé el aire. Un día te levantas eufórico y, al siguiente,
ni un batallón de mulatos brasileños conseguiría que movieras un
músculo. Lo que ayer fue pasión, hoy es complicidad, con suerte, o
hastío, o incluso asco. Todas nuestras células son sustituidas cada
cierto tiempo, haciendo que nuestros cuerpos sean hoy personas
distintas a las que fuimos hace tres años. Las carnes se ponen
fláccidas. Lo que un día fue lozano se marchita. Los leones devoran
a esa gacelita que tenía toda la vida por delante. Los árboles
sufren enfermedades. Los ríos cambian su curso, si los dejan los
ingenieros. Las montañas se alzan un centímetro cada diez mil años.
Mi cocina no dura limpia más de un día. Los paisajes cambian, las
ciudades se derrumban, los huesos se pulverizan. Todo eso que la
memoria fijó con laca, toda la hermosura y la alegría, pero también
todo el dolor, no se volverán a repetir como tales. Todo es
contingente. Panta rei. Vale. Ya me puede invitar el Dalai
Lama a merendar. Pero, por mucho que me entrene en la difícil
disciplina del desapego, hay cambios que no puedo tolerar. Tendrían
que fabricar una Silvia transgénica para que tragara con ellos.
Anoche, a las diez y media, ya estaba en
la cama, balcón abierto, libro en mano, y el cuerpo hecho puré
después de un viaje de doscientos kilómetros, una hora de
pseudo-natación, y algo así como la distancia de Atenas a Maratón
en las piernas. Me hubiera gustado contar cómo fue mi bautismo
clorado (¿por qué nadie me advirtió que aprender a nadar es tan
difícil como aprender a conducir?), pero tenía el ordenador en la
UVI, bloqueado por unos policías tan de mentirijillas como el de
Village People, que me pedían pasta a cambio de eliminarme de sus
ficheros de usuarios de pornografía infantil (ni imaginarme quiero
la clase de turbias páginas de internet que visita el señor con el
que comparto piso y ordenador). Ya estaba yo a punto de dar de mano
de la vida, cuando al susodicho no se le ocurre otra que la de
acercarme el ordenador recién desbloqueado a la cama (cuando se
cree Steve Jobs, se vuelve un poco sádico), y con él, esta noticia
(Nota para las
queridas lectoras que todavía están en el parvulitos de las nuevas
tecnologías: para ver la noticia, sólo tenéis que pinchar con el
botón izquierdo del ratón donde pone “esta noticia”)
Resumo, por si no
tenéis ganas de leer la infamia que os he enlazado: el Ayuntamiento
de Tarifa ha aprobado en pleno una plan parcial de urbanismo que
permite la construcción de cerca de 1500 plazas hoteleras y 350
viviendas junto a la playa de Valdevaqueros. Tiene cojones. Y aclaro:
Valdevaqueros es esto:
Dejadme que diga
algo, por si acaso la foto no fuera lo bastante expresiva. Sí, ya sé
que a estas alturas debéis pensar que yo el cielo me lo imagino como
ese lugar donde Dios le dice “pisha” a San Pedro, y los serafines
se ponen púos de manzanilla y tortillitas de camarones, sin
consecuencia alguna para sus angelicales barrigas. Pero voy a añadir
algo más a mis habitual retórica amorosa sobre los paisajes de
Cádiz. Veréis: cuando vienes de Algeciras, llega un momento en que
la carretera que va a Tarifa deja de trazar curvas, tan castigadas
por el viento, que parece que tu mismo coche se ha convertido en un
vela de windsurf. Atrás queda la visión del Estrecho y de los
molinos, y de esos pastos heroicos que, contra incendios, levantes y
matorral espinoso, saben sobrevivir. Lo que se abre por delante te
deja anonadado. A tus pies tienes la llanura litoral de Tarifa.
Verde, azul, azul verde, porque has tenido el buen tino de venir
ahora que la hierba todavía no está seca, y el dorado tímido de la
arena de la playa. A tu izquierda, la ciudad y su isla de Las
Palomas, que parece construida para que por allí se paseen los
amiguitos de Playmobil. A tu derecha, un telón de piedra. Y entre
medias, arena, arena, arena, la cinta interminable de la playa de Los
Lances, la duna exagerada de Valdevaqueros, además de unos cuantos
eucaliptos salpicados, una cantidad de construcciones que el alma
sensible es capaz de perdonar, y vacas, y algún que otro caballo
sucio y panzudo. Miras todo eso, y te parece un milagro que en el
ultrajado litoral andaluz, quede un lugar que todavía se pueda
calificar de vacío. Es mentira, ya os digo que hay hoteles, con
mayor o menor grado de horteridad, y un camping, y supongo que casas
ilegales. Pero después del cemento tóxico de la Costa del Sol, y de
las fábricas y los buques de hierro de Algeciras, cuando ves las
flores rosas, escarlatas, que crecen en estos pastos, a un paso de la
orilla del Atlántico, es como si alguien hubiese mezclado en una
coctelera un aire mejor, más sano, más compasivo.
Hay mucho de mí en
este lugar, eso lo sabe el orbe entero. Días dorados de amistad,
aquella noche en que dormí en el coche con mi prima. Atardeceres tan
largos, que casi me daba la impresión de estar ya muerta, y de que
contaba los milenios como si fueran segundos. Ganas, secas como la
arena, de ver a un par de hombres. El escenario casi mítico donde yo
suponía que andaba ese bombero que fue uno de mis amores
infructuosos. Los pinos como paraguas. La levedad de tener a la
espalda un montón de espacio. Amo este lugar, pero, como os dije en
el post anterior, estoy aprendiendo a desprenderme de él, para así
liberarlo de la carga de mis recuerdos preciosos. Por una parte está
el espacio, y por otra, el filtro un poco ansioso de mi memoria, que
siempre quiere que aquello se repita, que los lugares y las luces
nunca cambien, y las personas sigan siendo las mismas, y yo no tenga
una arruga incipiente junto a la boca.
Pero mi aprendizaje
no puede con este tema que ahora se han sacado de la manga. Todo
cambia, y eso hay que aceptarlo. Pero yo no puedo aceptar este cambio
salvaje como un asesinato, semejante brutalidad, que atenta contra
cualquier idea de flujo natural o transición, una estupidez tan
exagerada, tan... cavernaria, teniendo en cuenta cuál ha sido el
cáncer del paisaje y de la economía de España. Y lo que más me
hiere y, a estas alturas de mi vida, me hiere como una amputación
cada vez que me escamotean uno de mis paisajes, lo que me pone verde
de ira, es que la Delegación de Medio Ambiente de Cádiz parece
haber dado su visto bueno al proyecto. Eso me hace, en cierta manera,
cómplice, porque resulta que llevo trabajando nueve años para la
Administración que en Andalucía ostenta la custodia de la
naturaleza. Nueve años buscándole, muchas veces, tres pies al gato
para encontrarle un sentido, más allá del monetario, a mi trabajo.
Nueve años diciéndome que, aunque no me lo pareciera, lo que hacía
a lo largo de mi jornada laboral saltaba por encima de la burocracia,
para reportarle algún beneficio a todo eso que está más allá de
lo humano. Y de esos nueve años, cerca de tres han sido al servicio
de la Delegación de Cádiz, que yo ya no sé de parte de quién
está.
Ante esto, ¿qué
postura debo adoptar? ¿Me limito a esperar hechos consumados?
¿Pataleo? ¿Aprendo a hacer bombas caseras? ¿O aprovecho la
coyuntura para hacer una fogata con todos mis uniformes inflamables?
¿Será que la Junta de Andalucía me va a poner en bandeja la excusa
perfecta para que abandonarla? Me siento como un cobarde que no sabe
cómo dejar a la novia.