domingo, 31 de mayo de 2020

Vuelve la prosa



Me senté en el pretil del río, en el mismo corazón de la postal: la ladera con su sucedáneo bien logrado de bosque, el monumento monopolizador, el agua cristalina que corre como en la idea de un río. La imagen era tan intachable que rápidamente se me olvidó lo invisible: que no me sentaba en un espacio público desde hacía casi tres meses. Que en el bolsillo del pantalón de quien me acompañaba había un espray de desinfectante, menos mal, porque tengo tendencia irresistible a andar toqueteando el mundo sin conciencia. Y cuando me pongo unas mallas tan bonitas y tersas como las que ayer me puse, el mundo se reduce drásticamente a mi culo. Lo confieso.

No voy a exagerar diciendo que teníamos el oasis para nosotros solos. Pasaban otras cuantas parejas de paseantes, los que sacan al perro, algún que otro jipi inasequible al recelo pandémico. Si yo investigara vacunas habría rastreado ya en su suero. Pero el Paseo de los Tristes sin las terrazas puestas y sin turistas dinamita sin remedio tu espíritu demócrata. Vivir la cara de la postal, limpia del garabateo y el runrún de detrás, es como vivir en una estrofa perfecta. Una vida de patricios.

Nos pasó lo mismo por las calles del centro, en la plaza Bib Rambla, evisceradas de todo signo de infundio turístico. Que regresamos a un tiempo en que el mundo era un secreto que se cuenta al oído. La plaza sin paella gomosa era la casa en el árbol con la que sueñan todos los niños sanos y decentes. Tuvimos que retirarnos la mascarilla para aspirar sin moderación el aroma embaucador de la flor de los tilos. Infectados al momento: de vegetación y codicia. Andando como si lleváramos escrito “la ciudad es nuestra” en la camiseta.

Obviamente, no se puede vivir dentro de la poesía sin pasar hambre. Volverá algo muy parecido a lo que aceptábamos como la normalidad y será de nuevo un poco banal y un mucho ruidosa. Habremos de sortear otra vez mesas en las que se come y se bebe y se olvida. Aparcaremos la fragilidad y arrancaremos los coches. El aristocrático paseo de ayer marca el inicio de mi particular desescalada.

Porque también yo saldré de ésta algo tarada, como todo hijo de madre humana. Herida más que por el miedo, por el retraimiento. Si ya era adicta al silencio social, las semanas de parálisis han hecho de mí una yonqui. Veo gente paseando en grupo, o haciendo cola para echarse una cerveza al fresco, y me siento casi de otra especie. La gente me espanta, por mucho que, cogidas selectamente de una en una, me puedan interesar y hasta encantar las personas. Ahora que la colmena se reactiva, he de desvestirme el traje de la abeja solitaria (que las hay, conste). Me recordaré continuamente que, en mi pirámide de valores, la compasión y los vínculos están por encima de la comodidad del individuo.

Y si alguien cree que lo arduo era estarse encerrado en casa se equivoca. Obedecer siempre es más fácil que adoptar decisiones ajustadas a una ética propia. Lo complicado viene ahora: escapar de la dialéctica elemental del heroísmo y la batalla y vivir una vida en comunidad responsable. Reaprender a andar haciendo quizás demasiados equilibrios. Entre lo mío y lo de todos. El placer y la responsabilidad. La despreocupación y la alarma. Entre la poesía y la prosa.

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