Me senté en el pretil del
río, en el mismo corazón de la postal: la ladera con su sucedáneo
bien logrado de bosque, el monumento monopolizador, el agua
cristalina que corre como en la idea de un río. La imagen era tan
intachable que rápidamente se me olvidó lo invisible: que no me
sentaba en un espacio público desde hacía casi tres meses. Que en
el bolsillo del pantalón de quien me acompañaba había un espray de
desinfectante, menos mal, porque tengo tendencia irresistible a andar
toqueteando el mundo sin conciencia. Y cuando me pongo unas mallas
tan bonitas y tersas como las que ayer me puse, el mundo se reduce
drásticamente a mi culo. Lo confieso.
No voy a exagerar diciendo
que teníamos el oasis para nosotros solos. Pasaban otras cuantas
parejas de paseantes, los que sacan al perro, algún que otro jipi
inasequible al recelo pandémico. Si yo investigara vacunas habría
rastreado ya en su suero. Pero el Paseo de los Tristes sin las
terrazas puestas y sin turistas dinamita sin remedio tu espíritu
demócrata. Vivir la cara de la postal, limpia del garabateo y el
runrún de detrás, es como vivir en una estrofa perfecta. Una vida
de patricios.
Nos pasó lo mismo por las
calles del centro, en la plaza Bib Rambla, evisceradas de todo signo
de infundio turístico. Que regresamos a un tiempo en que el mundo
era un secreto que se cuenta al oído. La plaza sin paella gomosa era
la casa en el árbol con la que sueñan todos los niños sanos y
decentes. Tuvimos que retirarnos la mascarilla para aspirar sin
moderación el aroma embaucador de la flor de los tilos. Infectados
al momento: de vegetación y codicia. Andando como si lleváramos
escrito “la ciudad es nuestra” en la camiseta.
Obviamente, no se puede
vivir dentro de la poesía sin pasar hambre. Volverá algo muy
parecido a lo que aceptábamos como la normalidad y será de nuevo un
poco banal y un mucho ruidosa. Habremos de sortear otra vez mesas en
las que se come y se bebe y se olvida. Aparcaremos la fragilidad y
arrancaremos los coches. El aristocrático paseo de ayer marca el
inicio de mi particular desescalada.
Porque también yo saldré
de ésta algo tarada, como todo hijo de madre humana. Herida más que
por el miedo, por el retraimiento. Si ya era adicta al silencio
social, las semanas de parálisis han hecho de mí una yonqui. Veo
gente paseando en grupo, o haciendo cola para echarse una cerveza al
fresco, y me siento casi de otra especie. La gente me espanta, por
mucho que, cogidas selectamente de una en una, me puedan interesar y
hasta encantar las personas. Ahora que la colmena se reactiva, he de
desvestirme el traje de la abeja solitaria (que las hay, conste). Me
recordaré continuamente que, en mi pirámide de valores, la
compasión y los vínculos están por encima de la comodidad del
individuo.
Y si alguien cree que lo
arduo era estarse encerrado en casa se equivoca. Obedecer siempre es
más fácil que adoptar decisiones ajustadas a una ética propia. Lo
complicado viene ahora: escapar de la dialéctica elemental del
heroísmo y la batalla y vivir una vida en comunidad responsable.
Reaprender a andar haciendo quizás demasiados equilibrios. Entre lo
mío y lo de todos. El placer y la responsabilidad. La
despreocupación y la alarma. Entre la poesía y la prosa.
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