No han dado todavía las
6:30 de la mañana. El cielo está de ese color azul a la vez oscuro
y reluciente que no puedo relacionar con ningún animal, sino con
objetos orientales y exquisitos por los que hombres ávidos y
piojosos recorrerían antaño continentes. Sólo un mirlo se ha
despertado conmigo y empieza a darle la murga a sus congéneres. El
resto se estará revolviendo en sus ramas y bostezando, tratando de
retener quizás la mansedumbre del sueño, cuando la realidad no te
exige nada y tú no le exiges nada a la realidad. Yo me suelo
despertar sin esa mansedumbre.
Aquí estoy, bien despierta.
La próxima vez que me cueste dormir usaré esta frase como mantra.
La repetiré muchas veces, hasta que me cale bien el agradecimiento.
Aquí estoy, bien despierta. ¿Cuántos pueden decir eso? ¿Cuántos
ya no tienen una boca para decirlo ni una red intrincada de neuronas
para formularlo? Aquí estoy, bien despierta, una afirmación que no
me permito en muchos momentos del día porque no me hace sentir
honesta. Todas esas horas iluminadas por un astro que cubre
graciosamente nuestras necesidades básicas, y qué complicado a
veces mantenerse atenta. El sol sale todos los días, como saldrá
aquí dentro de un rato, aunque tapadito con su manta fina de nubes
blancas, y nos consiente como a niños, y apenas si le preocupa que
no nos esmeremos en contemplar lo que ilumina.
Aquí estoy, bien despierta.
Ya somos tres o cuatro pájaros. La mantita se tiñe de rosa. Llevo
unos días diciendo que necesito unas señoras vacaciones para
sentarme a respirar la vida con conciencia y aclarar minuciosamente
lo que de verdad me importa. Necesito desengancharme un rato de la
máquina imperiosa. Tengo arraigado el prejuicio de que eso sólo
podré conseguirlo con finura si encuentro un lugar acogedor y limpio
y callado y un tiempo luminoso, si me coloco decorativamente debajo
de un árbol. Entonces la paz y las verdades se derramarán sobre mi
cabeza y yo inhalaré todo eso y ya estará hecho el trabajo.
Pero como estoy aquí, bien
despierta, sé limpiar la paja del trigo y desmotar los prejuicios.
No hay lugar ni tiempo ideales. Ni para descansar, ni para
reflexionar, ni para vivir la vida que crees que mereces, ni para
adivinar por fin qué es eso exactamente. Hay este tiempo atropellado
y ya. Una ola detrás de otra ola desafiando tu habilidad para
ponerte en pie y plantarte con aplomo en la orilla. Hay el tiempo
tacaño que tenemos y las menudencias habituales que exige seguir con
vida, y en medio de todo eso, oculta como pepitas de oro en el lecho
de un río, la oportunidad de estar en calma y de verle las vueltas
quietas a la prisa.
Un ratito siquiera.
Suficiente para recordarte que estás aquí, viva, bien despierta.
Ayer leí en un libro que es un prodigio de entretenimiento que cada
día inhalamos al menos una de las moléculas de oxígeno respiradas
por cada una de las criaturas que han vivido desde que en este
planeta hay entrañas hospitalarias para la atmósfera. Parece una
hipótesis formulada por un bioestadístico puesto a tope de formol,
pero es lo bastante hermosa como para hacer que tu domingo gire en
torno a ella. Todo lo vivo pasando por tus pulmones, todo lo que pasa
por ti y te hace, pasando por lo que quiera la evolución que tengan
los seres en su interior o su exterior dentro de cien mil años.
Pienso en ello, en mi sofá
no demasiado cómodo, sin más vegetación creciendo en torno a mí
que unos brotes de albahaca que asoman tímidos en un frasco del
Flying Tiger. No son las 07:30 y aquí sigo, bien despierta,
llamando a las puertas de las horas apresuradas. Estoy viva y tengo
en mí algo de todo lo que vive y ha vivido. El oxígeno respirado y
cantado por los mirlos pasa por mi nariz y mi pecho y quizás mi
pierna y, al salir de nuevo por mi nariz, alimenta a mis semillas
recién germinadas. Estoy aquí, bien despierta, creando, sin esperar
ningún Camelot, mi pequeño espacio de calma.
*La calma como el oxígeno.
Pues, buenos días tenga usted!!
ResponderEliminarY que la calma te acompañe.
Kisses!