Hacía tres meses y medio
que no entraba en mi casa.
Esta es una historia tan
corriente, tan de todos y cada uno, que tal vez no merezca la pena
que la cuente. Puede que no haya tampoco mucha carne pegada al hueso:
me subí al coche, hice 200 kilómetros. Bajé sujetándome los bajos
de la blusa para que el poniente no me pusiera al desnudo tan pronto.
Toda precaución es poca allí donde los vientos se desatan. Un día
hablaré a fondo sobre el viento. Diré que cuando aprendes a
aguantar las batidas de un espíritu descarnado e imperioso te
sientes un ser mineral y quizás ya nada puede herirte. Erosionarte,
sí, dejarte suave y monda. Pero yo aún no he aprendido. El viento
todavía se adelanta a la visión tranquila de mi casa.
Pero ahí está, desmelenada
y como trémula, y no necesito explicarte cómo me siento. Si tú no
has cebado esta primavera ni una mínima historia de deseo y
añoranza, date por iluminada. Quizás estés más allá del corte
psicológico medio. Por arriba o por abajo. En mi casa todo sigue en
su sitio, salvo detalles decorativos. Dar con ellos es lo que hace
que la mirada y los regresos tengan sentido. La hierbabuena desbocada
en mi huerto de olores. Los higos en sus higueras, pequeñitos, duros
y morados: si tuviera que ilustrar la futura entrada en el
diccionario de la palabra preadolescencia elegiría esa
imagen. El suelo granizado de peritas sanjuaneras. Mi padre más
delgado y mi madre suave.
¿Puede limitarse una
historia a contar a gritos que seguimos vivos? En el fondo todas las
historias que importan tratan de lo mismo. Qué le pasó al héroe,
qué hizo para mantenerse con vida, qué tuvo que sacrificar por el
camino. Nosotros no somos héroes y por ahora lo conseguimos. Que
cada cual decida si el tiempo y la distancia que usamos para ello fue
más un regalo que un sacrificio.
Una historia tan común que
ya está contada en tu cabeza. Una historia a la vez tan íntima. El
meollo de mí que en ella late es la creencia de que sólo aquella es
mi casa, no la que abro cada día con las llaves que llevo en un
bolsillo. Esa no deja de ser otra historia, una muy vieja que me
cuento. Ahora me creo con fuerza para decir que todo este tiempo,
toda esta distancia, han estado operando discretamente en mí y
rescribiéndome los relatos.
Mi casa no ha cambiado,
porque no ha cambiado el amor que siento por ella. Mi casa no es
siquiera aquel espacio físico que se deja hacer a fuerza de sol y
viento. No está en un sitio que nunca alcanzo: me he pasado toda mi
vida moviéndome o queriendo hacerlo para llegar a intuirlo. Mi casa
no está aquí o allí, cerca o lejos, sino adentro y ahora. Tiene un
revestimiento impermeable contra el deseo y la añoranza. No puedo
contar, pues, muchas historias. Seguimos vivos.
Y haciendo crecer las cosas. |
Yo he tardado en reconocer que mi casa no es un lugar material. Hay un lugar donde pago la hipoteca y me siento cómodo pero mi casa... Mi casa es pequeña como un pendrive y tan grande como para contener a toda mi familia y la gente que quiero.
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