Sigo haciendo una parte de
la vida en el balcón, a pesar de que el paisaje urbano haya vuelto a
cambiar dramáticamente. Soy una gárgola más extraña aún que la
de las catedrales. Ahora mismo hago equilibrios con el portátil
sobre el regazo, escamoteando superficie a la placa solar en la que
pretendo convertirme. En mi nueva normalidad, y mira que he jurado
que iba a censurarme a rajatabla para no usar la expresión odiosa,
la intención era no amontonar tarea sobre tarea en un mismo tramo de
tiempo. Si estás fotosintetizando y dejando que la atención baile
con cualquiera, no se te permite andar entrando y saliendo del yo
impunemente, como un gato intransigente con respecto al cierre de
puertas.
Pero que la lengua se le
ponga negra al que pronuncie nueva normalidad con la fe dura de los
conversos. Estoy casi convencida de que todos cruzamos los dedos a la
espalda cuando decimos o somos dichos que la realidad ha de ser
irremisiblemente tuneada. Todos debemos de andar obsesionados con
recuperar nuestro propio orden tal y como lo dejamos hace mes y
medio. Continuar la frase justo en el “decíamos ayer”. El río
de gente que pasa bajo mi balcón lo demuestra. Yo también, tan
inepta como siempre para traspasar los umbrales y enfocarme en un
solo asunto.
Salto de contarme los
lunares a escribir una frase, a seguir el viaje de las pelusas
vegetales, a considerar si realmente hay algo que necesita ser dicho,
a rezagarme en las charlas de las personas que se van encontrando por
la calle, casual o intencionadamente. Vigilo desde mi puesto de
control, pero no a la gente que pasa sino a mí misma. Es verdad que
tengo que contenerme para no gritar como una Torquemada cosas como:
“¿tú qué parte de hacer deporte individualmente no has
entendido?” o “me parece a mí que tienes un cutis demasiado
estupendo como para tener más de setenta años, amiga”. Me muerdo
la lengua. La linterna del faro ha de iluminar hacia adentro.
Me doy un haz de luz para
que mi compasión no encalle en bajíos ni se extravíe. Ayer pasó,
me parece. Tuve una relación tirando a bipolar con la especie. Por
la mañana no pude contenerme y salí también a la calle, pese a lo
mucho que había fardado delante de mí misma de que podía esperar y
no salir el primer día, imitando escenas de montoneras en las
rebajas. Pero salí, y salió otra mucha gente, y todos me parecieron
ligeros, nobles y alegres. Personas felices tan solo por moverse y
saludarse desde lejos. Entonces me pareció que, rebautizados por el
sol, éramos por fin animales hermosos.
A partir de las ocho de la
tarde la cosa cambió, y los que eran corceles se transformaron en
termitas, royendo las calles, tris tris, con gula. Como yo por la
mañana, nadie se contuvo, y bajo mi balcón pasaron hordas. Familias
enteras, cuadrillas de adolescentes que se rozaban los dedos,
pelotones de ciclistas kamikazes. Una alegría y una sensación de
liberación incontenible, una preocupación incontenible por mi
parte. Toda esa gente, y yo sintiéndome como uno de esos corzos que
han estado merodeando en algunas ciudades. Odiando la hipótesis de
que la falta de contención de algunos me obligue a contener sine
die el control de mis idas y venidas, y la vuelta a mi hogar, y
la concreción en carne y tronco y arena y hoja de mis amores.
No, no tuve compasión ayer
por lo incontenible. Me fui a la cama con rabia, por la feria en la
calle, por mi impaciencia. No supe ver que todos estamos sufriendo
más o menos, justificada o solapadamente, de alguna u otra forma.
Todos echamos de menos algo o a alguien. Todos queremos andar sin que
se nos dicte dónde y cuándo y cómo, mirarnos analógicamente y
olernos tal vez ,y retozar unos con otros como mamíferos normales.
Y ya ha llegado la hora de
los abuelos, mientras escribo esto. Ua pareja muy, muy vieja se apoya
entre sí para subir los escalones de esta cuesta medio lisboeta.
Ella con una mano en la cintura y la otra en el hombro del tanto rato
marido. Él colocándole la mascarilla en un momento de respiro.
Están vivos y juntos y bajo el mismo sol que a mí ha empezado a
quemarme el escote. Son la luz que alimenta mi faro.
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