En mi memoria el lugar tiene más pinos,
y no sé si esos pinos fantasma ardieron con fuego auténtico –
algo que podría aplicarse a algunos amores –, o es que en realidad no existieron nunca. Entonces la naturaleza era sólo un telón mal
pintado en la obra teatral de la adolescencia, y a lo mejor unos
pocos árboles castigados por el viento o incendios recurrentes
bastaban para montar un concepto. Tres pinos tristes: el bosque.
Cuatro amigas con las muelas picadas de romanticismo: el resto de la
vida.
A lo mejor es que el lugar bullía
simplemente en la romería de San Isidro, y había demasiados coches
y tiendas de campaña, vasos de plástico con culos de sangría
caliente, restos de comida y moscas, como para hacerse una idea cabal
del paisaje. Si a los dieciséis años eso te interesa de veras es
que algo se ha estropeado precozmente en tu alma: o tu madre es una
bruja posesiva o con nueve años te toqueteó un primo. A mí no me
pasó ni lo uno ni lo otro, así que nunca presté una atención
desmedida a los pinos. Sólo me preocupaba encontrar un equilibrio
entre el horror de ser mirada y las ganas de eso mismo, un consenso
entre mi sensación de estar fuera de lugar y lo que la gente
consideraba divertido.
Hoy todo eso está saludablemente
superado. Hace uno de esos días de cielo denso que ladra mucho y no
muerde. El Levante te da empujones según por donde ataques la falda
de la sierra. Curva a la derecha: puñetazo en la barriga; curva a la
izquierda: quizás la siguiente racha me lance a volar como una
cometa. Es bastante divertido si te apartas de los taludes. Hay tanta
piedra rojiza como en Marte, los espartos y palmitos se distribuyen
según un patrón de lo más elegante. Hay tres pinos tristes y
castigados. El decorado que fue la naturaleza se ha incorporado a mis
pulmones, a mis rodillas y a mi sangre.
Quizás hayan pasado veinte años desde
la última romería a la que vine creyendo que iba a divertirme. Hoy
el lugar sólo bulle de viento y hambre de lluvia. La desnudez de la
montaña intimida como la de una supermodelo en las revistas, pero
aquí abajo el paisaje tiene una cualidad doméstica. Como no se ve a
nadie nos lo apropiamos. Mi padre se prueba cuesta arriba con paso
cauto pero sostenido. Jose acaricia a una gata que se nos ha pegado y
que probablemente guarde en sus células genes monteses. Veo a mi
madre intentando llegar hasta el final de una tirolina para niños,
pero no parece haber modo de que la plataforma sobre la que está
sentada avance mucho más allá del punto medio. Luce una postura tan
estilosa que parece una sirena varada. Mi hermana tiene un par de
brazos prodigiosos y otro de ovarios, y acaba de trepar sin
apenas creerlo la barra de un castillo de madera, riendo como un bombero borracho. Yo me columpio, y no recordaba que fuera un
asunto tan excitante, que el vértigo de salir despedida le diera la
mano a la alegría de ser casi pájaro.
Pasa todo esto en este lugar vacío y
ventoso en el que por fin presto atención a tres pinos tristes y
heroicos, y donde por fin sé divertirme tanto.
Me gusta.
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