George Orwell quiso mostrar en 1984
que el miedo es el mejor anzuelo para pescar el fondo de la
gente. Para sacar a la superficie lo que habitualmente se esconde
hasta la quinta o sexta copa, o el segundo o tercer año de noviazgo.
Si quieres conocer a alguien, investiga lo que teme de veras.
No son las cucarachas, no a que Podemos entre en el gobierno.
Es algo mucho más corrosivo, algo que apenas puede ser pronunciado
porque el lenguaje es incapaz de hacer de barrera, de absorber el
veneno del espanto. Encuentra ese miedo y encontrarás a la persona.
Úsalo, y podrás controlarla. Un miedo a que te coman los gusanos. A
ser estrangulado. A que una voz te ordene buscar un hacha y hacer un
estofado con tu bebé. Eso pensó George Orwell. Lo creo.
Pero yo prefiero entrar en el meollo de
la gente a través de lo que ama. Tú también, espero. La gente se
conoce y se cuenta sus aficiones de fin de semana. Escalar, tocar la
batería, subir montañas. Pero no hablo de eso. Hablo de las formas
en que se materializa el paraíso. Aquello a lo que no imaginas
siquiera agregarle la palabra basta. Lo que pesa más que el
tiempo o el cansancio. Aquello de lo que nunca te cansas. Lo que
seguirías haciendo aunque la sirena de los bomberos graznase
sospechosamente cerca de tu casa. A pesar del tenemos que hablar
de tu novia.
Vibro viendo vibrar a la gente. Es mi
forma de calefacción favorita. Por supuesto que yo tengo mis propios
fervores, pero cuando estoy inmersa en ellos, no puedo estudiarlos a
gusto. Es como si un ojo pretendiera mirarse a sí mismo.
Jose, por ejemplo, ama el baloncesto
sobre todas las cosas. Se concentra en el juego
ajeno con una intensidad que, más que con el deporte, parece tener
que ver con la mística. Apoya los codos en las piernas cuando el
partido se aprieta. Se levanta, cruza los brazos y pasea por el salón
en los tiempos muertos, como si justo en ese momento el barullo
indecible del Universo tuviera que ser resuelto en una sola fórmula
matemática. Lo observo cuando la pelota vuelve a convertirse a mis
ojos en ese electrón huidizo que a Heisenberg le sirvió para
plantear su principio de incertidumbre. La velocidad del juego me
supera, pero a él, tan templado por otra parte, tan de su sofá y su
mantita, lo enardece.
Es como si hubiera entrado en una
dimensión distinta, como si comprendiera el mundo sin necesidad de
que los impulsos eléctricos del cerebro se traduzcan de modo cutre en
forma de pensamientos. Sé que ve mucho más de lo que yo ni
siquiera veo: no sólo lo que está ocurriendo, sino todas sus
alternativas, toda la combinatoria del juego. Cinco jugadores de un
color, cinco de otro, una pelota y un tiempo. Puede pasar A, B, C o
D, pero ¡oh, demonios, pasa Z! Y entonces él aplaude o se exaspera.
Lo veo, e imagino a un dios indolente quedándose pasmado con el
derrotero de la evolución en un pequeño y febril planeta: cómo
todo se llenó de agua en vez de sulfuro de hierro o, yo que sé,
tinto con casera. Cómo los pulmones desbancaron en la tierra a otros
tipos de órganos respiratorios. Cómo las patas se impusieron a
tentáculos, cilios o ruedas. Cómo la banda inmensa de lo posible
se fue estrechando hasta acabar en lo que existe. De manera tan
fortuita o talentosa. Tan, tan deprisa.
Lo veo y me maravillo de que este hombre
calmo y apegado a su hábito esté enamorado hasta las células de un
juego que bulle, un hacer y deshacer de movimientos que es puro vuelo y nervio. Y mirándolo me digo: nunca pienses que conoces a
alguien hasta que no lo veas entregado a lo que ama.
ResponderEliminarMaravillosa recreación de un sentimiento común y canto magistral de amor a la naturaleza. Este que te escribe, din dudarlo, se opone a todo lo que desequilibre el orden natural de las cosas. Pero a la vez, y con ello hago mia una reflexión que expones, tengo móvil,ordenador y cantidad de cosas que seguramente acogen en sus entrañas componentes de esos que se obtienen de las tierras rsras. Y me siento en la contradicción hipócrita de no querer que este asunto afecte a mi tierra sabiendo que al final serán los negritos del Gabón, por poner un ejemplo, los que acogerán tan " preciado" manantial de oro. En fin, que vivo en en la creencia de no querer para los demás lo para mi no quiero. Y entonces, me pregunto, que hacemos?. Un placer leerte.
¡Creo que has puesto tu cálido comentario en el post que no era, Mauro! No sé si merezco la primera frase, pero por si acaso, mil gracias.
Eliminar¿Qué hacemos, entonces? Permanecer atentos a la posición que ocupamos en el ecosistema, y a las repercusiones globales de nuestro modo de alimentarnos, vestirnos, nuestros hábitos. Meter un poco de remordimiento en esta manera de consumir despreocupada y, a partir de ahí, redimirnos de alguna manera, decidiendo de modo consciente, teniendo menos o pagando a cambio de ética.