Al salir del pueblo me gustaba mirar por
la luna trasera del coche y ver cómo el mundo en el que acabábamos
de pasar las vacaciones iba haciéndose cada vez más pequeño. Antes
de desaparecer, hacía algo que ya quisiera yo cuando me toque: la
torre de la iglesia, los olivos y las viñas, los postes de madera,
todo lo que desafiaba la llanura bailaba en grandes círculos. Hacía
una reverencia de Alicia en el país de las maravillas. Como
el agua en un desagüe, el espacio se escapaba en un remolino. Cuando
el pueblo dejaba de verse, me recolocaba en el asiento y volvía a
mirar adelante. El ritmo de los giros se me había quedado adentro
para todo lo que quedaba de viaje.
Por aquella época yo aún no sabía
responder de dónde era. De donde por azar había nacido, donde las
circunstancias nos hubieran puesto entonces. Si la pregunta llegaba
después del verano, Navidad, o Semana Santa, yo me veía tentada a
decir que era manchega. El pueblo de mi madre, con toda su rotación
y su temblor en la distancia, era mi única referencia fija. Allí
la casa, la escuela y los lugares de juego no cambiaban cada dos
años. Con el tiempo fui sabiendo por instinto o acostumbrándome a
la idea congénita de que, a rasgos generales, soy de cualquier
coordenada desde la que el Peñón de Gibraltar se divise. Pero el
pueblo nunca dejó de ser el Pueblo.
El lugar que podíamos perder de vista a
pie o en bicicleta. Donde estaban fichadas las matas buenas de
espárragos. Donde el tiempo se paraba a la hora de la siesta. Donde
las puestas de sol, en contraste con la humildad del paisaje, eran de
un dramatismo insensato. El monte era y es como esos pedacitos de
cristal que encuentras en la playa: viejos y sin aristas, suaves a
fuerza de castigo. Y la articulación con las distintas tierras de
cultivo, un prodigio de concordia. La tierra rojísima todavía se
funde con los huesos y las cenizas de mi familia. Si pasara allí un
tiempo un poco más largo que un puente, sé que terminaría poniendo
nombre a cada encina.
¿Hace falta más? |
Con esto quiero decir que no puedo opinar
objetivamente sobre el asunto de las tierras raras. Si formara parte
de un tribunal, tendría que ser recusada. Los minerales que ahora se
codician se confunden bajo el suelo con mis genes, mi corazón y mi
infancia. No puedo posicionarme sobre el dilema entre lo que es
conveniente o lícito que la tierra aguante, porque en este caso se
trata de mi tierra, vieja, roja, y en su simplicidad, rara. Sé que
es bastante cínico: tengo ordenador, tengo móvil, creo en la
tecnología y en la energía eólica, pero, por favor, las materias
primas necesarias para fabricar estas cosas que las saquen donde mi
casa no se manche ni mi corazón se resienta.
Y, sin embargo, tal vez si la emoción
pesara en las cuentas de riesgo y beneficio, no se cometerían tantos
desmanes. Si el daño sentimental fuera calibrado en las evaluaciones
de impacto, y puesto al mismo nivel que los su-puestos de
trabajo creados. Si se ponderara el valor de la belleza de un paisaje
y la valentía de alguna gente joven que se resiste a abandonar el
trabajo del campo. Los arrestos de una tierra vieja que, antes de
desaparecer, baila.
Tú escrito, desde el corazón. Luego están los que sólo sienten con el bolsillo.
ResponderEliminarQue a muchos les palpita más que el otro.
EliminarMucha verdad aquí.
ResponderEliminarSalvo que los que de verdad sabían dónde estaban los espárragos eran mi tío y mi padre. Yo cogía florecillas por despecho.
EliminarEstoy contigo,yo tambien estoy fuera ,voy con frecuencia pues tengo lo mas valioso mi gente y mis raices,aunque el pueblo no tenga nada pero no dejo de mirar por el retrovisor cuando salgo de el esperando algun dia ver un poligono con industria,pero no revolviendo tierras.
ResponderEliminar¡Sí que tiene! Unos alrededores que te apaciguan el pulso, y ese cielo.
EliminarQué bonita descripción, Silvia. Las puestas de sol, la siesta, los montes desgastados son tal y como los cuentas. Y lo de las tierras raras, ¡no lo sabía! Cuando sentimos tan de cerca los efectos de lo que consumimos dan ganas de volver a comunicarse por señales de humo. O quizá habrá que volver a inventar la conversación al fresco en una noche de verano manchego.
ResponderEliminarMil besos!
Supongo que para no volverse loco en este mundo donde las relaciones de vecindad se han hipertrofiado, hay que poner un poco de distancia psíquica con esos efectos de lo que llevamos dentro o encima. Un poco sólo.
Eliminar¡ Noches con más estrellas que negro!
No voy a repetir a los anteriores y decir que tienes una habilidad para la descripción maravillosa (que la tienes).
ResponderEliminarVoy en cambio a seguirte porque un acto en un espacio de palabras ha de ser una tierra rara.
Me ha gustado leerte.
Un saludo.
Me ha tocado mucho tu segunda frase, Anna. Mucho. Te lo agradezco.
EliminarAbrazo.
Permiteme que te abra los ojos a tu egoísmo, Silvia.
ResponderEliminarDices no a la mina desde tu ordenador. No estas dispuesta a tener cerca lo que es necesario para que tu puedas escribir estas lineas, ver la tele, hablar por teléfono...y tantas otras cosas de las que disfrutas gracias a las tierras raras.
Sin duda es mucho mejor que lo hagan lejos, "donde tu casa no se manche ni tu corazón se resienta". Y que lo hagan otros que no disfrutan de las comodidades que tu tienes, ni las disfrutarán jamas.
Por que la gente que vive en donde quiera que se extraiga lo que hace falta para tus "lujos", importa mucho menos que tu, y sus recuerdos y las tierras que les rodean mucho menos aun.
Lo único que importa es que tus recuerdos estén intactos...
Enhorabuena por tu cinismo y tu texto bien escrito.
Dos o tres o varias cosas:
ResponderEliminar- Si yo misma he mencionado en mi texto la hipótesis de cinismo, ¿necesito que me abran los ojos?
-Mis recuerdos... Para empezar, este es un blog de los que se llaman "personales", y pone los acentos en lo puramente subjetivo. No es un blog técnico ni de opinión. Yo soy la primera que he apuntado a mi parcialidad. Jamás podría firmar un estudio de impacto al respecto.
- Mis recuerdos están y estarán intactos por mucha mina y mucho Algarrobico y mucha destrucción que venga. No hay piqueta que pueda borrarlos. Lo que me importa es que en los estudios de impacto y de coste/beneficio no se valore nunca la vinculación con el paisaje. No la mía, ojo, sino la de la población en su conjunto. No hablo ahora de infancia ni de bicicletas ni de coger espárragos con tus tías y tus padres. Esa es una experiencia personal y anecdótica que usé como ejemplo para explicar que la tierra es mucho más que lo que se pueda extraer de ella. Estoy hablando de lo que el paisaje supone para la vida cotidiana de los que viven encima, el paisaje tal y como es como medio de vida, no como excusa para la evocación. Estoy hablando de los que pastorean, los que varean, los que quieren quedarse allí todavía exprimiendo uvas.
- ¿La gente que vive donde mi consumo arrasa no me importa? Anónimo, le pido que no haga valoraciones personales si no me conoce. Si ha leído eso de mi texto, una de dos, o no lo ha leído bien, o no está tan bien escrito. Yo, por mi parte, podría seguir escribiendo sobre papel, dejando morir mi lamentable móvil para volver a las cabinas y seguir sin ver prácticamente la tele como hasta ahora. He renunciado ya a muchos lujos, como el de ver huecos sin construir en la costa, como para que esos "lujos" me importen.
- También podríamos hablar del interés geoestratégico de abrir yacimientos de tierras raras en Europa, pero mejor no. Yo no llamo cínico a quien no conozco.