Imagina que tu padre murió hace dos
meses, y que estás enredado en la maraña de operaciones mezquinas
que acarrea el desguace de un ser humano. Ya sabes: Registro Civil,
seguridad social, impuestos de sucesión, Hacienda. Jamás pensaste
que morirse fuera mucho más fácil que ser declarado oficialmente muerto. Imagina tu estado de ánimo mientras esperas a unos
cuatro cuerpos del funcionario. Tu dolor de huérfano casi sofocado
por la vergüenza. Sobre las rodillas aguarda tu carpeta de
documentos. El nombre de tu padre en todos ellos, y tú a punto de
borrarlo. Cuando todo esto acabe serás el titular de sus bienes y cuentas
corrientes. Abyecto.
Imagina que por fin es tu turno. El
funcionario es una persona correcta que esboza una necesaria sonrisa
de engrase. Y tú, a la mínima señal de calidez, serías capaz de
quebrarte. Podrías abrir los ojos como Candy Candy. Decir mi
padre está muerto con la boca blanda. Pero al funcionario le
quedan todavía cuatro operaciones del mismo tipo mezquino antes del desayuno. Hunde su promesa de calidez entre los papeles de tu
padre. Y empieza a hablarte. Crees que te está pidiendo algún otro
documento. Pero no lo entiendes del todo. No es que estés
decepcionado. Al fin y al cabo la gente hace su trabajo. Todos los
días se muere el padre de alguien.
¿Cómo?, preguntas. El
funcionario repite su letanía de manera aún correcta. Y tú sigues sin
pillarlo. Pides que te lo repita nuevamente. En vano. Y entonces te
das cuenta de que te está hablando en otra lengua. Quizás en otra
ocasión habrías comprendido a la primera. Pero hoy... Es la
carpeta, el nombre a punto de ser borrado, la parcela que compró tu
padre con los ahorros de veintitrés años. En condiciones normales
te manejas en la lengua en la que te están hablando de modo más o
menos aceptable. Pero esa no es tu lengua materna. Balbucear sólo
sabes hacerlo en la lengua que hablabas con tu padre.
Imagina que con un resto de decisión
cada vez más sucio de vergüenza, le pides al funcionario que si es
tan amable utilice esa otra lengua. En ningún momento ha dejado de
ser correcto, así que ahora repite la lista de lo que te falta en
perfecto castellano. Jurarías que con acento almeriense. Estás
perplejo. No contabas con las tres operaciones mezquinas adicionales
que esa lista acarrea, pero no es eso. Has tenido que solicitar
expresamente el uso de un idioma que compartís ambos. Te ha costado
tres preguntas, tres, enterarte de lo que decía un tipo que se daba
perfecta cuenta de tu aturdimiento.
Imagina ahora que tu padre no se ha
muerto, sino que estás en el médico porque has perdido la fuerza en
los brazos, y que hasta que no le pides al médico que te hable en
castellano no te enteras de que te está preguntando si has sufrido
desmayos o dolores de cabeza.
¿Te cuesta imaginarlo? Lee entonces
esto. Y dime si no te parece una práctica totalitaria que una
administración meta sus tentáculos en las bocas y dicte en qué
lengua ha de entenderse la gente.