Los pájaros lo hacen tan fácil que casi
da rabia. Se zambullen en el espacio, dan un solo aleteo
aristocrático que los coloca en una autovía térmica, y así, como
si no lo pretendieran siquiera, de pronto se ven en lo alto. Tan
lentos como si una fuerza antigravitatoria los apretara contra el
cielo, e inmediatamente, tan rápidos. Otra vez se han vuelto a
lanzar en picado. Y otra vez, después de rozar apenas el suelo,
vuelven a auparse. Como si estuvieran dando puntadas en el aire.
Yo, que tengo las cervicales para el
desguace después de llevar toda la mañana mirándolos con los
prismáticos, empiezo a sentirme agraviada. Si un ornitólogo experto
me dice muy serio que estos pájaros están cazando, flirteando o
defendiendo su territorio de otros pájaros coñazo, yo hago como que
le creo. Pero mientras lo atiendo, un estrato muy antiguo de mi
cerebro me advertirá de que en realidad están jugando. Que se
entregan a sus piruetas por puro capricho y alarde. Porque pueden
volar y, de alguna forma que contradice a la neurociencia, lo saben.
Mi primitivo cerebro de ave todavía recuerda lo que era
vanagloriarse alegremente del vuelo.
Lástima que ese trocito de conciencia
duerma bajo una buena capa de sedimentos sapiens. Miro a unos
aguiluchos a los que a estas alturas, y dados el estado de mi cuello
y las garrapatas que ya me he quitado después de observarlos, amo y
detesto a partes iguales. Y tras recrearme brevemente con ellos, sólo
puedo acordarme de las palabras que una médica de cabecera le dijo a
alguien muy cercano cuando tuvo que visitarlo en su casa. Queremos
volar y no podemos, dijo, y yo, que estaba escuchando desde la
cocina, y que a través de sus ojos intuyo lo terrible que debe ser
tener una mente de treinta años confinada en un maltrecho cuerpo de
setenta, no tuve más remedio que confirmarlo.
Yo hace tiempo dejé de volar. ¡Me encantaba! Dejé de hacerlo cuando mi nene empezó a caminar. Quería ir de la mano con él y llevarlo. Hace unos años me dio un alegrón cuando me dijo que él sabía volar, me hubiese gustado poder ir con él, ver a la gente como se hacen más pequeños, como andan, pasar del colegio al río, a la autovía, seguir por los caminos que hacemos normalmente desde veinte, treinta metros del suelo pero he olvidado como se hacía. Ahora solo puedo ayudar a despegar al peque y que él me cuente. Y lo veo volar desde el suelo esperando que regrese.
ResponderEliminarPerdona que las vacaciones hayan retrasado el momento de agradecerte este precioso apunte de post que me regalaste de comentario. Es emocionante.
ResponderEliminarPero, oye, ¿y agarrarte fuerte de su mano cuando él despegue, y dejar que tus pies se separen también del suelo, sin soltarte?
Entonces él no podría volar con toda la libertad que quisiese. ¡NO! Ya decidí quedarme en el suelo. (Quizá algún día pueda pagarme unas alas, no es lo mismo pero... a falta de pan buenas son tortas.)
ResponderEliminar