Me acuerdo de cosas al azar. Así que
esto será como el tema a desarrollar en un examen de oposición:
sacaré una bola cualquiera, y sea cual sea la que toque, empezaré a
recitar.
Me acuerdo por ejemplo de un par de
expresiones que escruté en caras distintas, y que al repetirse de
esa manera, acuñaban casi la moneda oficial de la isla. Una
expresión preocupada y una expresión de embeleso. Hablabas con
ellos, con los residentes, y a los pocos minutos cualquiera de ellas
aparecía. Primero una, después otra, sucediéndose la sombra y la
luz, la luz y la sombra, como en un cielo lleno de nubes algodonosas.
Primero solía llegar el gesto de
embeleso. O no, no era un gesto, sino un estado más o menos
duradero. Quien estaba allí, y también quienes íbamos llegando,
esperábamos algo sin querer demostrarlo, haciéndonos un poco los
tontos, como cuando el día de tu cumpleaños te ponen una excusa
idiota para llevarte a tu casa, y tú disimulas que la fiesta te ha
pillado por sorpresa. Había en todos nosotros una predisposición
para el cambio, sólo que a mí quizás me daba un poco de vergüenza
admitirlo. Una esperanza, un proyecto de higiene vital y
renacimiento. Puede que hubiera un misticismo contagioso en el aire,
igual que en otros trozos de costa hay mojito y bronceador con olor a
coco, o cerveza y fritanga. Que fuera efecto de una insularidad no
profanada por lo masivo del avión o el crucero: para llegar, por
narices tienes que dejar a tu espalda alguna tierra firme y, antes de
divisar el puertecito casi africano, dejarte llevar sobre las aguas.
Quizás el vaivén del barco, la fluidez y profundidad que el cuerpo
intuye bajo la cáscara metálica, se inscribe de alguna manera en la
mente. Todos estábamos dispuestos a vestirnos en la isla con una
ropa más ligera y más limpia.
Y era gracioso, porque los veteranos la
tuteaban. Hablaban de ella como si fuera una persona; no, como si
fuera la deidad responsable de gestionar la liberación esperada.
Decían que había que estar atento y aceptar lo que la isla tuviera
a bien traerte o quitarte, regalarte o desplumarte. Y diciéndolo se
les iluminaba la cara. Todo el mundo trataba de hacerse digno. Todos
tenían fe en que la isla les devolviera la libertad o la calma. Era
hermoso ver esa credulidad asomando bajo la piel bronceada.
Entonces el clima cambiaba, y una nube
cruzaba el cielo radiante. El que hablaba volvía a meterse en su
pellejo y se olvidaba un poco de su propio cambio. La isla perdía
sus poderes y volvía a ser un pedazo de geología rodeado de agua
estéril por todas partes. Así era como de pronto la preocupación
de la sequía se adueñaba de la charla: hacía un montón de meses
que no caía una gota; los trigos y los pastos se estaban agostando;
la tierra, una pura costra, los pozos cada vez más salobres, la
amenaza apocalítica de un agosto infectado de turismo cada vez más
cercana. Había inquietud en las caras y una sinceridad más fiable: el miedo es más difícil de impostar que la alegría.
Esas eran las dos caras de la moneda, y
eso es lo que yo vi en la isla: un mar de color radicalmente
turquesa, demasiado raro, demasiado hermoso como para no confiarle
tus riendas; lo bastante incomprensible como para permitirte creer en
su divinidad. Y una red de caminos sin flores ni hierba, una masa
sedienta de pinos y de sabinas, de matorral ratoneado y mugriento. Un
polvo sepia que volvía vulnerable la belleza de las postales y mojaba
de ternura el paisaje.
En conjunto, algo de lo que uno es
incapaz de olvidarse.
Dan ganas de irse para allá, lo antes posible.
ResponderEliminarHazlo. ya. Antes de que los italianos invadan la isla.
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