El niño no está tan mal, en realidad.
Rosa lo observa cuando él no se da cuenta, en los raros momentos en que
se ensimisma con algo que nadie le ha ordenado antes. Como ahora, cuando ve unos
dibujos animados que a Rosa le parecen un poco demasiado pueriles; o
mientras juega con el móvil de su padre, o cuando estudia, con los
labios húmedos y entreabiertos, el modo en que el gato sortea los
retratos del aparador, pasmado como si tuviera delante a una de esas
criaturas azules y con cresta que exigen unas gafas ridículas para
saltar de la pantalla de cine. Son momentos en los que Rosa descansa:
el niño ya no es esa mirada ávida que la sigue por todas partes,
que a todas horas reclama comida, entretenimiento y atención; que no
parece ser capaz de moverse si no es a impulsos de la voluntad de un
mayor. Cuando el niño se olvida de ella, Rosa levanta la vista de un
libro que empezó hace ya un buen par de meses y del que con suerte
podrá leer un par de páginas seguidas.
Y lo mira con tanto empeño que, vistos
desde afuera, a lo mejor ofrecen una imagen tierna. La criatura con
la espalda muy pegada al respaldo de la butaca, las zapatillas de
suela barroca alcanzando apenas la moqueta. La mujer con el libro
entreabierto en el regazo, componiendo una sonrisa para un espectador
imaginario. Si inclina un poco la cabeza, si relaja la tensión en
los hombros, quizás logre fingir algo parecido al amor.
Mientras que eso ocurre, Rosa lo mira dar
pellizcos distraídos al bocadillo de mantequilla y chorizo que le
sirvió con saña hace un buen rato. Tienes que aprender a comer de
todo, dijo para contrarrestar la decepción en esos ojos redondos que
esperaban su chute de azúcar. A veces Rosa educa y hace lo que se
espera de ella, pero eso no consigue que se sienta menos mezquina. Y por
eso lo mira, y atiende y vigila, y se queda muy quieta por si acaso
escucha el famoso rumor de la sangre. Entonces es cuando admite que
el niño, después de todo, no está tan mal: come sin dejar dedazos
de grasa roja en la tapicería; no suelta ese tipo de preguntas
rebuscadas con que los de su edad alardean de imaginación e
inocencia; hace sus deberes sin que le asome la punta de la lengua;
cuando se lo manda, seca los cubiertos con la flema de un mayordomo
diminuto.
Y si lo observa de perfil, ni siquiera se
parece a su padre. La forma triangular de la cara que tan nerviosa le
pone se suaviza, y bajo la carcasa de comadreja seria empiezan a
aflorar los rasgos que todavía recuerda de una niña de hace treinta
años. Las cejas más rubias que el pelo de la cabeza, las mejillas
llenas y suaves como un panecillo de hamburguesa. A veces apoya los
codos en las rodillas y se sujeta la cara con ambas manos, y cuando luego
vuelve a su postura de niño modoso, en cada mejilla aparecen las
cuatro medias lunas que le han marcado las uñas. Igual que su madre
hacía de pequeña. Otras balancea sólo el pie
izquierdo, mientras el derecho se tuerce hacia adentro en un ángulo
casi recto. Justo como aquella niña que no paraba de leer cuentos y que comía bocadillos de Tulipán y
chorizo con más ganas que el crío que tiene delante. Contemplando a su nieto, Rosa
siente por fin el poder de la sangre, y eso precisamente es lo que la horroriza: el niño por el que no siente nada se parece a la
niña a la que tanto quiso, y ahí están los dos ahora: la niña en el cuerpo blando de su hijo. Como si no hubieran pasado treinta años de largo.
Sangre de mi sangre, te quiero.
ResponderEliminarEso dímelo por guasap, mujer, que los niños del cole se ríen luego de mí.
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