Trato de concentrarme en el libro que
esta semana he leído sólo a trancas y barrancas, en las risas que
se cuelan por el balcón abierto, en la búsqueda de una receta de
albóndigas de choco que no me obligue a pasar por el trance de la
fritura. Hago el vago por internet, confirmando una vez más que el
aburrimiento es imposible; rastreo en Spotify huellas de algún grupo
americano que me lleve de paseo por praderas de hierba más alta que
yo, y de cielos más limpios que la inocencia. Le echo un vistazo
disimulado a mi reflejo en la ventana, por si estos tres días de
gimnasio han tenido efectos sobre la redondez de mi culo. Me estiro.
Me tumbo un rato con los pies mirando al techo, loca de contenta por tener un buen par de piernas resueltas, y por saber pintarme
las uñas. Me empeño en escuchar cada uno de los sonidos que
componen la melodía característica de un sábado en esta ciudad. Me
enamoro a cada instante de cada aspecto de la creación.
Pero no hay manera.
No dejo de pensar en mi libreta perdida.
La blanda, lustrosa, inagotable Moleskine que compré hace dos
años en la FNAC del Chiado, no por mitomanía, sino porque
Lisboa me acosaba en cada vista hacia el río y en cada fachada, y yo
tenía que complacerla ahí mismo, anotándola en un aquí te pillo,
aquí te mato, sin tiempo para llegar al hotel a digerir todo lo
visto. No hay manera de dar con ella. No está en ninguno de mis
bolsos ni mochilas, ni en en el ecosistema recóndito que hay detrás
de los libros en la estantería, ni en la pila de cuadernos que
conservo como si sufriera el síndrome de Diogénes, por si un
día de estos sobreviene un cataclismo eléctrico y me veo obligada a
dejar de escribir en el ordenador. La busco con una nostalgia que se
alimenta a sí misma, en círculos, a golpes de rabia, de manera
totalmente gratuita. No tenía pensamiento de utilizar nada de lo que apunté.
Era mi pequeña cajita de tesoros
hallados en las calles de la ciudad favorita. Un magnetófono donde
grabé ruedas chirriantes de tranvía, y fragmentos de un idioma con
eses que incitan a la siesta y erres corpulentas que obligan a mirar
a los ojos del que las suelta, para adivinar si hay en ellos alguna
provocación. Era el borrador de una novela romántica o de
aventuras; era una fogosa guía de viajes, y un collage compuesto de
fotos tamaño carnet. Había apuntes de postales narradas, y listas
que recordaban a esos albaranes mesopotámicos de mercancías que le
abrieron el hambre de escritura a la humanidad. Había los nombres de
un fotógrafo que retrató la guerra
de Angola en un conmovedor blanco y negro, de un restaurante casi doméstico en el que apenas pude
comer de tanto como me encandilaron sus parroquianos jubilados, y de
una pintora que congelaba en las fachadas a los viejos
habitantes de Mouraria. No sé cómo voy a poder recordarlos.
Mi letra se apretaba disciplinada en las pocas notas que escribí apoyada en la mesa de una cafetería,
también al borde de la distracción, por culpa de los burócratas
maravillosamente trajeados que se bebían su mínimo café de un
trago tan rápido que parecía de jarabe. Mi letra se dislocó y se
insubordinó en la penumbra del maravilloso Museu do Oriente, donde
quise retener las vistas en acuarela del puerto de Macao, o las
historias sobre locos misioneros en el Japón pintadas en un biombo
por el que sería capaz de contratar a Erik el Belga.
Mi letra se desplegaba dulce y segura
como un loto budista, en un apunte que tomé sentada en la hierba del
parque de Belem, a dos pasos exactos de la cama donde dormí toda una
semana. Un equipo de rugby aficionado entrenaba en el cuadro de
césped de enfrente; un padre mulato enseñaba a montar en bici a su
precioso hijo color capuchino. Las papeleras rebosaban de paquetes
vacíos de los dichosos, los manidos, los pecaminosos, los gloriosos
pasteis de nata. Media ciudad, y media España, y media ONU,
habían hecho cola en la Antiga Confiteria a
lo largo de la tarde, mientras yo seguía coleccionando
miradores y meciéndome por cuestas y escadinhas. Cuando volví
del centro en tranvía, todos los turistas y todos los domingueros
ávidos de hojaldre habían abandonado ya el barrio. La última luz
era tan perfectamente rosa que encerrarse en el hotel era un crimen.
Y allí, apoyada en el tronco de un cedro más regio que cualquier
imperio, sentí vivamente que aquella podía ser mi vida cotidiana,
aquellos mis vecinos, mi Afonso, mi Luiz, mi Margarida, aquella mi
ciudad, mi aire, mi casa. Puse a buen recaudo esa seguridad y esa
revelación tan poco sorprendente en mi libreta recién comprada, y
me la traje de vuelta a esta otra vida conmigo, por si acaso alguna
vez se me olvidaba.
Y ahora se me han extraviado esas notas, y
una de mis más fieles vidas alternativas, y probablemente tendré
que volver a Lisboa para recuperarlas.
Jo nena, me dan ganas de presentarme en tu casa y ayudarte a revolverlo todo hasta encontrarla o dejar el habitat como si hubiera entrado un ladrón.
ResponderEliminarAix...
Mmm, siento decirte que mi casa ya está como si hubiera entrado un ladrón. Pero aquí la tienes a tu disposición.
Eliminar(Sigue sin aparecer, mierda)
Pues para haber extraviado tus apuntes, lo recuerdas de una forma que ya quisiera yo, amiguita...
ResponderEliminar¿Y no séra que se ha perdido, o la has perdido, para "obligarte" a volver a Lisboa?
Recuerdo porque apunté, mon cher. Y qué poca falta me hace obligarme.
EliminarHija mía , como decía mi madre:" Lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones".
ResponderEliminarVoy a poner censura antirrefranes. Que lo sepas.
EliminarUn truco de mi infancia: yo decía "ya saldrá", cada vez que perdía mi pirindola (trompito pequeño que funcionaba sin cuerda). Y así, los días en que no la buscaba, aparecía por cualquier sitio.
ResponderEliminar¡Suerte!, o no y así ¡vuelve y cuéntanos!.
Es que ya tendías al budismo desde chequetita.
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