viernes, 18 de octubre de 2013

Ciudades que cambian


Salto de foto en foto sin centrarme demasiado en ellas, como un turista de crucero que pasea la mona un día por Florencia, al siguiente por Túnez, al siguiente por La Valetta. Son fotos curiosas, tiernas, de cuando el siglo XX era todavía un proyecto y las ciudades españolas olían a mierda de caballo y personas. Voy jugando a descubrir sus nombres antes de echarle un vistazo rápido a las etiquetas. Málaga. Sevilla. Toledo. Por supuesto que no soy capaz de reconocer Alicante en ese puerto coqueto en torno al cual se arracima un barrio de casas pequeñas. No he estado nunca en Alicante, pero algo me dice que hace ya mucho tiempo que un pez tremendo de hormigón y asfalto devoró a ese pececito que parecía de barro. Cádiz, con la vista del Pópulo y la catedral, tampoco ha cambiado tanto, y por eso mismo me casaría con él. Granada, como cinco veces más flaca, porque las ciudades también engordan con la edad. Mi casa que está ahora en el centro era entonces el campo, y los ríos se merecían su nombre, y apenas si se podía caminar en clara línea recta dentro de la ciudad. 

Y decimos ahora que Granada es un pueblo. La foto me la han prestado aquí.
 

Pero hoy no tengo ganas de concentrarme, ni de leer en una foto antigua el destino perdido del lugar donde vivo, practicando algo así como lo contrario de la quiromancia. Acabo de ver esta misma ciudad caracterizada en la pantalla de un cine, y ya es demasiada bidimensionalidad para una sola tarde. Fuera de la sala de exposiciones he visto un par de castañeras un poco desnortadas. Todo el mundo lleva una rebeca fina en la mano o en  el asa del bolso. Todo el mundo prefiere todavía seguir comiendo helados. El aire es tibio, la gente viste de colores y las hojas resisten en los árboles. Ya encontraremos en noviembre, tras el angustioso cambio de hora, mejores ocasiones para refugiarnos en ciudades tan diferentes que parecen inventadas.

Ahora sólo me apetece vagabundear y palpar las cosas con la mirada, como si recorriese los pasillos de una vieja tienda de tejidos sin intención alguna de comprar. Sólo quiero jugar y tomarme las cosas no muy seriamente. Casi doy un gritito cuando descubro que si pones los ojos en unas mirillas, se ven representaciones tridimensionales de algunas de las fotos que acabo de ignorar. Mástiles de barcazas que flotan en el Guadalquivir, frente a Triana, negras como en un teatrillo de sombras indonesio. Un señor con sombrero asomado a un balcón de la Alhambra, tan cerca de mí que casi alargo la mano para alisarle bien el faldón de la chaqueta.

Otro señor sólo un poco más sólido se acerca adonde estoy. Si le das a este interruptor, me dice, las imágenes se iluminan. Ooh, mira, el Patio de los Naranjos de Córdoba, con unos estrellones tan grandes que parecen de Van Gogh. Le doy las gracias al señor, y me quedo con las ganas de confesarle que le he reconocido a medias, que me dio clases de algo en la Universidad, pero que ni por asomo soy capaz de acordarme de qué iba ese algo. Estoy ligeramente ebria de juego, y con un ánimo ronroneante propio de cuando uno se echa un último sueñecito después de haberse despertado temprano. Tengo ganas de hablarle a cualquier señor. Al del sombrero y la chaqueta arrugada. A mi antiguo profesor.

Ganas de contarle que no recuerdo su asignatura porque en aquella época yo era una especie de muerta viviente. Andaba Carrera del Darro arriba y abajo, Albayzín arriba y abajo, más sola que la una, buscando mi sombra por calles fosilizadas. No prestaba atención a los detalles de la narrativa cotidiana. No tenía más motivación que la de la inercia. Apenas si tenía columna vertebral. No vivía en mi siglo, sino en un tiempo que amarilleaba todavía más que el de las fotos de la exposición.

Evidentemente, no le digo nada al buen hombre. Dejo el siglo XIX para cuando los puestos de castañas no se vean prematuros, y salgo por fin a la calle. Puede que la Granada perdida tuviera mucho más encanto que la de ahora. Puede que tampoco sea posible recuperar lo que yo podría haber sido si antes y durante la carrera hubiera estado sólo un poco más despierta. Pero al ir sorteando los bancos llenos de viejos y parejas, al contemplar las fachadas mutiladas, los enormes plátanos que en las fotos eran poco más grandes que esquejes, siento dentro de mí una calidez nueva, y un espacio más ancho. Como si hubiera derrumbado viejas estructuras heredadas, apolilladas y mohosas, para abrir avenidas modernas. Como si ya no me hiciera falta soñar con lugares en los que vivir podría ser más bonito, ni con la persona luminosa en la que tal vez me habría convertido si hubiera sido de otra manera. Las ciudades se fagocitan a sí mismas, y siguen conservando su nombre. Las personas a veces necesitan estar dormidas para luego poder despertar.

1 comentario:

  1. Anónimo entre comillas21 octubre, 2013 22:26

    Habría dado mucho por conocer esa Granada perfecta, sería como conocer al niño que fue el hombre al que amas hoy...

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