Salto de foto en foto sin centrarme
demasiado en ellas, como un turista de crucero que pasea la mona un
día por Florencia, al siguiente por Túnez, al siguiente por La
Valetta. Son fotos curiosas, tiernas, de cuando el siglo XX era
todavía un proyecto y las ciudades españolas olían a mierda de
caballo y personas. Voy jugando a descubrir sus nombres antes de
echarle un vistazo rápido a las etiquetas. Málaga. Sevilla. Toledo.
Por supuesto que no soy capaz de reconocer Alicante en ese puerto
coqueto en torno al cual se arracima un barrio de casas pequeñas. No
he estado nunca en Alicante, pero algo me dice que hace ya mucho tiempo que
un pez tremendo de hormigón y asfalto devoró a ese pececito que
parecía de barro. Cádiz, con la vista del Pópulo y la catedral,
tampoco ha cambiado tanto, y por eso mismo me casaría con él.
Granada, como cinco veces más flaca, porque las ciudades también
engordan con la edad. Mi casa que está ahora en el centro era
entonces el campo, y los ríos se merecían su nombre, y apenas si se
podía caminar en clara línea recta dentro de la ciudad.
Y decimos ahora que Granada es un pueblo. La foto me la han prestado aquí. |
Pero hoy no tengo ganas de concentrarme,
ni de leer en una foto antigua el destino perdido del lugar donde
vivo, practicando algo así como lo contrario de la quiromancia.
Acabo de ver esta misma ciudad caracterizada en la pantalla de un cine, y ya es demasiada bidimensionalidad para una sola tarde. Fuera
de la sala de exposiciones he visto un par de castañeras un poco
desnortadas. Todo el mundo lleva una rebeca fina en la mano o en el asa
del bolso. Todo el mundo prefiere todavía seguir
comiendo helados. El aire es tibio, la gente viste de colores y las
hojas resisten en los árboles. Ya encontraremos en noviembre, tras el angustioso cambio de hora, mejores ocasiones para
refugiarnos en ciudades tan diferentes que parecen inventadas.
Ahora sólo me apetece vagabundear y
palpar las cosas con la mirada, como si recorriese los pasillos de
una vieja tienda de tejidos sin intención alguna de comprar. Sólo
quiero jugar y tomarme las cosas no muy seriamente. Casi doy un
gritito cuando descubro que si pones los ojos en unas mirillas, se
ven representaciones tridimensionales de algunas de las fotos que
acabo de ignorar. Mástiles de barcazas que flotan en el
Guadalquivir, frente a Triana, negras como en un teatrillo de sombras
indonesio. Un señor con sombrero asomado a un balcón de la
Alhambra, tan cerca de mí que casi alargo la mano para alisarle bien
el faldón de la chaqueta.
Otro señor sólo un poco más sólido se
acerca adonde estoy. Si le das a este interruptor, me dice, las
imágenes se iluminan. Ooh, mira, el Patio de los Naranjos de
Córdoba, con unos estrellones tan grandes que parecen de Van Gogh.
Le doy las gracias al señor, y me quedo con las ganas de confesarle
que le he reconocido a medias, que me dio clases de algo en la
Universidad, pero que ni por asomo soy capaz de acordarme de qué iba
ese algo. Estoy ligeramente ebria de juego, y con un ánimo
ronroneante propio de cuando uno se echa un último sueñecito
después de haberse despertado temprano. Tengo ganas de hablarle a
cualquier señor. Al del sombrero y la chaqueta arrugada. A mi antiguo
profesor.
Ganas de contarle que no recuerdo su
asignatura porque en aquella época yo era una especie de muerta
viviente. Andaba Carrera del Darro arriba y abajo, Albayzín arriba y
abajo, más sola que la una, buscando mi sombra por calles fosilizadas. No prestaba
atención a los detalles de la narrativa cotidiana. No tenía más
motivación que la de la inercia. Apenas si tenía columna vertebral.
No vivía en mi siglo, sino en un tiempo que amarilleaba todavía más
que el de las fotos de la exposición.
Evidentemente, no le digo nada al buen
hombre. Dejo el siglo XIX para cuando los puestos de castañas no se
vean prematuros, y salgo por fin a la calle. Puede que la Granada
perdida tuviera mucho más encanto que la de ahora. Puede que tampoco
sea posible recuperar lo que yo podría haber sido si antes y durante
la carrera hubiera estado sólo un poco más despierta. Pero al ir
sorteando los bancos llenos de viejos y parejas, al contemplar las
fachadas mutiladas, los enormes plátanos que en las fotos eran poco
más grandes que esquejes, siento dentro de mí una calidez nueva, y
un espacio más ancho. Como si hubiera derrumbado viejas estructuras
heredadas, apolilladas y mohosas, para abrir avenidas modernas. Como
si ya no me hiciera falta soñar con lugares en los que vivir podría
ser más bonito, ni con la persona luminosa en la que tal vez me
habría convertido si hubiera sido de otra manera. Las ciudades se
fagocitan a sí mismas, y siguen conservando su nombre. Las personas
a veces necesitan estar dormidas para luego poder despertar.
Habría dado mucho por conocer esa Granada perfecta, sería como conocer al niño que fue el hombre al que amas hoy...
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