París
no era ese lugar con estrellas del tamaño de una galleta María que
pintó Van Gogh. Yo paseaba por las calles cuentistas de Montmartre,
incapaz de fabricar una memoria futura de juventud y despertar.
Bastante tenía con intentar que mi cuerpo asimilara la información
de un frío situado más allá de toda referencia previa. Un frío
inexplicable y fascista. Un frío completamente sólido que envolvía
a la ciudad como un sudario. El cielo era blanco, el aliento era
blanco, las manos se quedaban blancas, y el alma, esa cosa, era la
página en blanco definitiva. No había manera de encontrar qué
escribir sobre ella. Y me rondaba la tuberculosis como la paella de arroz gomoso a un guiri. Se ponía a llover alambre de espino, y yo tenía que decidir
si mojarme, o sacar una mano del bolsillo para sujetar el paraguas,
con el riesgo de sufrir la amputación de unas cuantas falanges.
París era la refutación del verano. Avenidas abstractas en las que
los esqueletos de los árboles no parecían guardar parentesco con
ser vivo alguno, sino más bien con símbolos jeroglíficos. Era una
cacofonía de rastros extraídos de demasiados libros. Y era el sitio
donde en realidad yo no quería estar. Ahí sigo todavía, sacando mi
desayuno portátil en la habitación sin entrañas del hotel,
bebiendo un tetrabrick de zumo de naranja y untando biscottes con las
porciones de mantequilla y mermelada que puse en la maleta al lado de
los calcetines. Hacía demasiado frío como para además pelear la
primera comida del día. Luego me colgaba encima capas y capas de
ropa, y salía a la calle con la cabeza gacha, como el prisionero de
un gulag de Siberia. Es verdad que me sentía un poco deportada.
Porque al mismo tiempo que yo arrastraba mis kilos textiles de más
bajo un cielo congelado, el hombre del que estaba enamorada andaba en
chanclas bajo las palmeras, en alguna playa bravía de Costa de
Marfil.
De
Budapest no recuerdo ni una calle. Tal vez alguna panorámica
teatral, una de esas colecciones de vistas monumentales que
luego no sabes si has recolectado directamente en el terreno, o en
algún documental. Los dichosos, barrocos Baños que se vuelven
pálidos después de haber convivido cerca de una semana con un grupo
de quince húngaros, y de haber descubierto que ese es un pueblo con
una fijación maníaca por lagos, pantanos y charcas. Un húngaro ve
un vaso de agua, y antes que bebérselo, mete en él la mano. Un
húngaro huele de lejos a húmedo, y se transforma en un centauro, y
trota, trota, como no puede ser de otra manera en semejantes
herbazales, hasta que llega a alguna orilla. Un húngaro ama
zambullirse casi tanto como el paprika. Me acuerdo de ellos: figuras
que al anochecer se han vuelto ya negras, y que, dispersos como patos
en medio del lago, siguen nadando, aunque los que nos hemos quedado
en suelo seco ya no nos distingamos las caras. Me acuerdo de mí,
encandilada ya por la vida sin techo, y a la vez, agobiada por la
cárcel de timidez en la que sigo cumpliendo condena, incapaz de
formular una sola frase en inglés.
Croacia.
Tendría que inventar un lenguaje nuevo para describir la ferocidad
de esa belleza. Las montañas se precipitan en el mar en un alarde de
conducta autolesiva. Comprensible. Porque el mar dálmata es
demasiado. De un turquesa alucinógeno. Irreal. Una pieza de
orfebrería. Como todo el paisaje, en realidad. Croacia es un mar
demasiado bello, salpicado de islas demasiado bellas, engastado en
unas montañas demasiado bellas, rociadas por lagos y cascadas
demasiado bellas. Demasiado como para que ahí huela a humano. Debe
de ser duro asentarse en un lugar en el que uno nunca va a estar a la
altura del paisaje. Esta vez sí que conservo un tesoro de imágenes
en el recuerdo, tan impolutas, de colores tan perfectos, que me gusta
pensar que de alguna forma reconfiguraron mi mirada. Y, sin embargo,
de entre todas ellas, me quedo con la de E. caminando una noche sobre
adoquines dorados, dispuesta a invitarme a cenar langosta bajo una
parra, en agradecimiento por haber organizado el viaje. Enseñándome,
como tantas otras veces, el arte de concederse a uno mismo regalos.
Regalándome a su vez la elegancia alegre de su corazón.
Viena,
o la antipatía de la línea recta. Una embajada que se abre en
domingo para deshacer el entuerto de mi pasaporte, perdido un poco
antes de tener que enseñarlo en la frontera de la República Checa.
Amsterdam, un encaje de bolillos salpicado de vomitona. Dormir de
pena en un barco que cruza el Adriático, y no importarme, porque
hasta buscar a trompicones el baño huele a aventura. Los
aeropuertos, esa pócima capaz de revivir al Mr. Hyde que llevo
dentro. El tren que hace parada en Verona, y recoge a una pasajera
con el cuello de mármol y la pena de una Julieta. Mi madre
regateando en la frontera de Ceuta el precio de un taxi a Chaouen. El
barullo de una plaza que se disuelve mágicamente, al toque de la
sirena que anuncia la suspensión del ayuno diario. La cuenta de
gastos que mi padre, hasta en vacaciones contable, llevó de ese
viaje a Marruecos, en una pequeña libreta; sus números refinados como
mosquitos. El único viaje al extranjero que hicimos los cuatro.
Ahora no veo el momento de beberme la próxima guía.
Viajes en blanco y negro o viajes en color, pero siempre ensanchando la mirada y es posible que algunos nos la reconfiguraran, sí, de tanta belleza. En Croacia, desde luego, ya habías perdido la incapacidad que decías tener para formular una frase en inglés; yo te oía boquiabierta.
ResponderEliminarAhora te leo agradecida. Mucho.
Y a mí no me queda más que repetir como un lorito tu última frase.
Eliminar(Claro que desde entonces he madurado: ahora sí permitiría que me invitases a langosta)
La muchacha no es exagerá, casi ná.
ResponderEliminar¿Yoooo? ¿Por quéeeee? Pero si era una metáfora, lo de beberme las guías. ;)
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