domingo, 21 de abril de 2013

Relieve de un fin de semana

 
Ahora puedo decir que empiezo a funcionar. A veces, algunos fines de semana, me pasa: la mañana del sábado es un pequeño repecho que ataco cansinamente, paso tras paso tras paso. Demasiada realidad, demasiado tiempo blanco entre manos. Luego la cuesta se suaviza, y ya estoy sudando, y mis piernas acumulan kilómetros sin que apenas me dé cuenta. Entonces, cuando la excursión está a punto de acabar, consigo dejarme flotar en el aire, como la borra de los álamos que empieza a enguatar ciertas zonas de la ciudad (Una guerra de almohadas de proporciones cósmicas). Ha llegado, por fin, la hora quieta del detalle. Todo es pequeño y un poco presumido, como si al abrir la puerta para salir a la calle, entrase en una casa de muñecas. La gente empuja carritos de bebé que no van a crecer nunca; come helados que no se derretirán; estudia las coloridas portadas de los puestos de la feria del libro con una curiosidad divertida, como si estuvieran frente a la jaula de los lémures en un zoológico; como si no entendiesen que hubiese tantísimas respuestas en tan grandísima cantidad de papel, para tan poquísimas preguntas realmente importantes que hay que tratar de contestar a lo largo de la vida. Me gusta imaginar así la última hora de la tarde del domingo, en el tiempo que tardan las fachadas del Barranco del Abogado en pasar del blanco al amarillo al naranja al magenta al violeta al azul al negro. Me gusta dejarme tentar por la posibilidad de que precisamente ahora la necesidad de movimiento se aplaca. Estamos bien; no tenemos por qué plantearnos nuevas preguntas ni coordenadas; flotamos todos en un mismo aire.

En cambio, ayer, desde la misma hora del desayuno, me invadió una urgencia sorda de cambio. Cambiar de piso, por ejemplo, antes de que un alud de ropa nos sepulte a sus dos habitantes; o cambiar de ciudad, o la ciudad por una buena casa robusta en el campo, en un selecto vecindario de jilgueros y árboles. O cambiar de trabajo. O cambiar mis aficiones, los ingredientes que le pongo a mi propia receta del tiempo. Fue una sensación insidiosa de estar entrando de lleno en una crisis de madurez adelantada.

Y fueron varias las emociones que se sucedieron. Un ligero bloqueo durante el larguísimo minuto de esperar a que las tostadas se cuadrasen con un salto, como gimnastas, y la cafetera empezara a silbar. Sentir que son ya muchos, muchos días haciendo esto, de la misma forma, en el mismo lugar; y no saber lo que ha de venir una vez que se alcanza el punto de perfección de una rutina. Luego, conforme el estómago se iba consolando, y la espalda empezaba a olvidar las contracturas nocturnas, vino una comprensión piadosa de que el hambre de cambio debe de ser, tiene que ser, una especie de resignada adaptación evolutiva a la inestabilidad salvaje de la vida. Pensé en los hombres de las cavernas y en mamuts lanudos. Pensé en el hormigueo de las migraciones que han acaecido en la trabajosa historia de la especie. Y pensé que, puesto que la realidad es un brutal manojo de cambios, a la pobre psique humana no le ha quedado más remedio que desarrollar un síndrome de Estocolmo brutal respecto al cambio.

Y ya enroscada en el sofá como un gato, intentando leer en los huecos que dejaba libre el soniquete de la radio de Jose, me pareció por fin que el lote de tiempo que me ha tocado es una cosa muy cruda y muy seria. A mí, que siempre pensé que la vida es en realidad una pequeña y deslumbrante memez. Me sentí como un cirujano que acaba de terminar el MIR y que se enfrenta a su primera operación a cráneo abierto sin supervisión. Preguntas, preguntas, preguntas, mientras me decidía a limpiar el cuarto de baño, mientras restregaba el papel de periódico por el espejo. Preguntas volando en torno a mí como cerbatanas, como si estuviera en uno de los exámenes de la oposición y me hubiera quedado en blanco. Me paré, tomé aire, intenté leer el cuestionario palabra por palabra. Y me di cuenta de que todas las preguntas venían a decir lo mismo: todas planteaban el acertijo de cómo equilibrar la vocación vital de compañía con la necesidad de buscar referentes y modelos y gratificaciones en mí misma. Supe que nadie, ninguna persona más sabia que yo, ningún libro, ningún consejo bienintencionado, podrá enseñarme a vivir mi propia vida, y que tendré que andar paso a paso y sin atajos el camino de todos los humanos. Tendré que aprender a hacer malabarismos entre el propio cumplimiento y la comunión.

Y sabéis qué: mientras tenía mi minuto de gloria existencial, mi corazón siguió latiendo, y mis pulmones siguieron hinchándose y arrugándose. Ahora todo está bien. He estrenado un montón de ropa y un collar, he salido a la calle. Me he comido una monstruosidad de copa de fruta y yogur helado. He vuelto a mi templada madriguerita, y he abierto el balcón de par en par. El aire es de una frescura de colcha fina. Suena el runrún del agua en la Acequia Gorda, y de ruedas de coches que todavía deben de oler a hierba o a playa. ¿Y aquí? Aquí huele a los azahares del andrajoso naranjo que tengo casi al alcance de la mano. Y mi corazón sigue latiendo, y mis pulmones siguen sabiendo hacer su gimnasia. Las preguntas han cesado.

La espuma de los álamos


4 comentarios:

  1. Así pues... has superado el síndrome de Estocolmo que nos atenaza al resto de los humanos? ;)

    La necesidad de cambio es buena, te hace replantear las cosas y puede que sí, que tengas razón (me encanta tu teoría) y todo provengo del cerebro reptiliano, sea algo que llevamos grabado en los genes o lo produzca la sociedad de cambio en la que vivimos. Pero lo precioso, lo mágico es tener epifanías como la tuya y poder disfrutar de la brisa que acude al balcón.

    Un besito preciosa.

    (Esa espuma me da tal alergia que creo que si cayera en tal ciénaga no saldría viva de ahí)

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    1. Ay, mi pobrecita, tú también eres una damnificada de la primavera?
      Pues resulta que esa espuma de los chopos es, como la primavera, tan agradable a la vista como explosiva ante la mínima chispa. Y yo creo que en esas me hallo. El síndrome de Estocolmo. ..ahí sigue coleando como una sardina recién pescada. Pero esta tarde volveré a abrir el balcón, aunque haya refrescado.

      Otro beso para ti. Yo, que tan haragana soy a la hora de dejar comentarios, no sabea cuánto agradezco tu presencia por aquí.

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  2. Empiezas contándonos sobre tus dudas exintenciales-emocionándome- y en el último párrafo nos dices como las resolviste .No parece complicado.

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    1. Es que, vista con objetividad, la vida no parece demasiado complicada. Por qué será que luego siempre la embarullamos

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