lunes, 22 de abril de 2013

Periplos (I)

Quizás no haya necesidad de llevar las cosas tan lejos. Quizás el cosquilleo del cambio (porque dura, Ficiticia, y sabe andar en paralelo a las epifanías) se amanse con un viaje. O no. Al fin y al cabo, quién nos asegura que la benignidad espiritual de los viajes no sea una maniobra publicitaria urdida por los cronistas del National Geographic. Puedo buscar ahora mismo un billete de avión a Mongolia; puedo pedir cita en la policía para renovarme el pasaporte; puedo ir haciendo una lista para ayudarme a ejecutar el equipaje más escueto y funcional jamás introducido en mochila humana. Puedo cumplir un millón de tareas pequeñas y grandes, ponerme en camino, superar el miedo a volar, abrir los ojos hasta que las pestañas me lleguen a la coronilla; coleccionar vistas íntimas de gente a la que no volveré a ver en la vida, escribir los paisajes; puedo amoldarme, ya sí, a casi todo tipo de incomodidades: el tren que se escapa por los pelos, la tormenta de la que ninguna aplicación móvil había informado, la ausencia de váter en los cuartos de baño, y de pan moreno y aceite en los desayunos, las cucarachas; puedo encontrar un silencio perfecto para reflexionar; puedo rascarme de la piel el día a día; puedo conseguir desnudarme de mi identidad durante un buen par de semanas. Puedo practicar toda suerte de maniobras dilatorias, que cuando vuelva a casa, y tome de nuevo posesión de mis propias narraciones, el armario seguirá pendiente de ser ordenado, y yo seguiré interrogándome acerca de si estoy sabiendo vivir.

Pero yo ya soy un caso perdido para la suspicacia. Me hice lectora en una época en la que las historias de grandes desplazamientos todavía no habían cedido todo su glamour a los cuentos de hombrecitos con los pies peludos y de niños magos. Bajé por el cráter de los volcanes de Islandia; navegué a los Mares del Sur; naufragué y sobreviví en refugios sobre los árboles; me metí en un caballo de madera, y me fui de juerga con un montón de monstruos y ninfas calentonas de todo el Mediterráneo. Estoy improntada, y la épica del viaje todavía me transtorna. Así que cuando me encuentro un poco más inquieta de la cuenta, en vez de respirar hondo y afrontarlo, busco una rendija por donde escapar. Sé que eso pone en solfa unos cuantos de mis principios fundamentales: la vinculación al presente, la resistencia a la evasión, la abolición de las nostalgias. Sé que tal vez el viaje no saque lo mejor de mí, sino todo lo contrario. Mi despiste, mi timidez, mi apego a la comida, y sobre todo al desayuno, elaborados por mi propia mano; y la tendencia a dispersarme que logro contener con golpes de atención. Pero todo eso no va a impedir que quiera comprarme todas y cada una de las guías de viaje de las librerías. Que oiga zalamerías cada vez que abro el armario y me topo con mi maleta. Que me tumbe en el sofá a la hora de la siesta y rememore antiguos periplos.

No la cuenta completa de merodeos plácidos y fiables. A Cádiz, a Asturias. A Cabañeros, a Navarra; a Cáceres y a Salamanca; a Madrid y al Cabo de Gata. Al País Vasco y a Huelva y a Barcelona y a La Mancha. Sino los lugares donde el mero hecho de buscar una cama donde posar los huesos fue un reto. Donde abrir las orejas por la calle, un aturdimiento. Donde mi razonable habilidad para la comunicación lingüística quedó impugnada.

Me acuerdo entonces del amor a primera vista durante el primer viaje a Portugal. Me acuerdo de esa luz como de lecho nupcial en la mañana siguiente a la boda que sorprendí en Lisboa. De la honra de estar pagándome el bolo de bolachas con mi primer dinero verdadero. De mis tímpanos enamorados. De A. y yo sacando mejillones de lata con los dedos en el cuarto de baño del hotel, vestidos los dos con nuestros pijamas de gala. De noches ávidas de charla. De ver su cara absorta reflejándose en la ventanilla del tren que volvía de Sintra, coloreada con la luz crepitante de la última hora de la tarde. De asombrame, y enorgullecerme, de que el azar y la ley de la gravedad nos hubiera terminado convirtiendo en amigos.

Me acuerdo de Túnez, y de la pareja de recién casados catalanes que me miraba con un poco de pena, porque viajaba sola, y con un poco de admiración, porque todo mi equipaje cabía en una mochila de escuela; de la pareja de sexagenarios vascos que no quería que me escapara de su lado en la escasa hora libre que nos racionaban en las excursiones. Me acuerdo de una tormenta en la transición del mundo humano al desierto, de esa sensación de ser muy aleatoria y muy afortunada que debe de ocurrirle a la gente que puede ver un cometa que sólo pasa cada tres mil años. Me acuerdo de cabezas de camello colgando de una carnicería. Del guía que tenía cara de camello y que parecía aborrecer su trabajo, y que miraba con desapego cada piedra romana y cada palmera, y que quiso ligar conmigo de una manera absurdamente seria, como si eso fuera un precepto básico del Catecismo del Guía de Viajes Organizados. Me acuerdo de abrir la ventana de una habitación de hotel, y contemplar el oasis desde lo alto, y sentirme a la vez muy lejos de todo, y muy cerca.

Ese cono irrisorio me parece hoy un autorretrato. Pronúnciese esta frase con mucho dramatismo.


Y me acuerdo... De que tengo la nevera vacía, y la comida de mañana sin preparar, y la impresión de haber contado todo esto un millón de veces, y un puñado de lectores a los que no quisiera dejar vacíos de paciencia.


3 comentarios:

  1. No temas cansarnos con las vivencias de tus viajes, son un aliciente para los que, por una razón u otra, casi no nos movemos de casa.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eso que me dices es muy tierno y bonito. Así gusta donar experiencias a los demás.

      Eliminar
  2. A mi me mola mil lo que nos cuentas y además cada post deja un olor y un gustillo diferente. Y, como decía un lector el otro día, de cada post tuyo se puede extraer una frase que impacta...
    Así que, please don't stop the music.
    Besitos!

    ResponderEliminar