miércoles, 17 de abril de 2013

Fijación

 
Es uno de los momentos álgidos del día. Se levanta de la silla, estira la espalda huesuda, y sale a la terraza a fumarse un cigarro. El trabajo ha comenzado a fluir hace ya un buen rato: en su cabeza desentumecida todavía están surgiendo viñetas tan claras como apariciones marianas, una tras otra, enganchándose unas con otras, invocándose, mostrándose con unos colores sobre los que no rige la miopía del hábito o el cansancio. En medio de esta especie de trance, pasado ya el primer episodio de inseguridad, y la lentitud del arranque, disfruta apartándose del escritorio. Le gusta sentirse así de imprudente y de generoso. Tiene ideas y, lo sabe bien, no van a marcharse tan rápido, así que no vale la pena precipitarse. Es bueno dejar a un lado el cuerno de la abundancia, unos instantes, sin rendirle el tributo de tu ansia, sabiendo dominarlo. Y le viene bien mover los músculos y asomarse.

La calle, en esta hora suspendida del mediodía, le gusta también, especialmente. El sol es todavía un astro pacífico, y la gente que cruza la plaza parece llevar escrita en la frente una intención. El empleado de la empresa municipal de aguas con su carpeta de clip bajo el brazo, camino del siguiente contador. El repartidor de la frutería, bajando de un salto de la furgoneta, abriendo las puertas traseras, cargando tres cajas superpuestas de naranjas hasta la cafetería de la esquina, cada día unos segundos más rápido, como si quisiera batir el récord de la mañana anterior. El inevitable grupito de turistas, sonriendo para un fotógrafo invisible, predispuestos a encontrar una ración de belleza pintoresca en cada losa, en cada tiesto, en cada sombra bajo los soportales. Por ahí pasa ahora la vecina del bajo, necesitada ya de un tinte urgente a estas alturas de mes, tirando del carrito, y con la bolsa del pescado en la mano. Le basta mirar ese bultito azul y fláccido envuelto en plástico para saber que hoy es miércoles, porque la vecina compra puntualmente el pescado los miércoles y los viernes: boquerones y bacaladillas, los miércoles; a lo mejor una rodaja rumbosa de atún o pez espada, los viernes.

Le gusta, sí, hace tiempo ya que le gusta conocer íntimamente el mecanismo matutino de la plaza, entender ese particular calendario formado por mínimos gestos repetidos y hábitos perfectamente adaptados al espacio. En momentos así recuerda la vieja fijación de Belén por alquilar una casa en esta zona de la ciudad, a lo mejor, por qué no, hasta podían animarse a comprarla. Ella se había criado en un pueblo, y le costaba vivir en un sitio en el que no pudiera trazar un boceto de relaciones de parentesco. Le gustaba conocer los nombres y las profesiones y las aficiones y los dolores de sus vecinos. Le gustaba ser parte de un ecosistema. Y él, que entonces siempre cambiaba incómodo de tema, le está cogiendo ahora el tranquillo al asunto comunitario.

No hace falta que deje de custodiar el camino de la vecina del bajo para darse cuenta de que uno de sus personajes favoritos acaba de desembocar también en la plaza. El mendigo de los pies envueltos en trapos anuncia su entrada, como un sereno de los viejos tiempos. Tira del carrito donde carga su mundo entero, sus secretas pertenencias escondidas bajo una tela de color inclasificable, quién sabe desde dónde, quién sabe hasta dónde; y con la misma determinación ciega, va derramando su retahíla cotidiana. Cascadas de improperios que se disuelven unos en los siguientes, de escupitajos, de amenazas imposibles de descifrar. Todos los días cruza la plaza, justo cuando él está fumándose su cigarro de la buena suerte, y todos los días se compadece de la cabeza perdida del mendigo; todos los días lo divierten las dos únicas palabras que puede distinguir de su discurso delirante. Mamón. Zapatero. Una y otra vez, puntuando su cháchara. Zapatero. Mamón. Así hasta que sale por el lado opuesto de la plaza, y aún después. Desaparece de su vista, y es inevitable, él se queda prendido unos instantes del misterio salvaje del mendigo. Por qué ese nombre y esa saña. De qué manera tortuosa se habrá incrustado en su cerebro. De qué es símbolo, qué vivencia oscura resume para el mendigo el nombre de un presidente que todo el mundo ha olvidado ya. Zapatero, mamón, mamón Zapatero. Pobre hombre.

Es el momento de volver al escritorio. Zapatero, mamón. Siempre le sorprende la comodidad de la silla que Belén recogió junto al contenedor, y a la que supo sacarle partido con un par de capas de decapante y un retapizado. Era apañada, Belén, tenía buenas manos. Mamón, zapatero. Seguro que habría sabido convertir la terraza en un vergel de claveles y tomates. Habría creado allí un espacio propio. Se habría pasado las horas muertas arreglando macetas, cerrando los ojos bajo un chorreón de luz, inventándose historias de amor y soledad al mirar a los vecinos. Ella habría disfrutado de este lugar, habría adivinado el misterio del mendigo. Zapatero, mamón.

Y así, con una sonrisa ligera de revancha reflejándose en la pantalla del ordenador, se retrepa de nuevo en la silla restaurada, y continúa el trabajo donde lo dejó. Todos los días se repite este ritual menudo de castigo. Todos los días, después del cigarro, se felicita por haber encontrado para él solo un piso similar a aquel con el que Belén soñaba. Qué cara pondría, si se enterase de que había terminado viviendo, siete años después, donde siempre se negó a hacerlo con ella. Y todos los días parece olvidarse de que este es un piso demasiado grande para una sola persona, y de que la suya es todavía una forma lentísima, casi geológica, de amor.

6 comentarios:

  1. Primer relato post-propósito: I love it.
    Tus entradas sobre contemplación cotidiana son pura meditación.
    Besitos!

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    1. Gracias, coleguita querida. Tu comentario es triplemente bienvenido, porque, vista la poca repercusión de este post, empezaba a considerar grandemente que era mierda.

      Un kilo muy meditado de besos.

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  2. La última frase me ha desconcertado,¿ me la explicarás?.

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    1. Esta es la historia de un capullo que, mientras salía con la pobre Belén, pasaba tope de ella, pero que siete años después, igual que el mendigo zapateril, no deja de tenerla presente, aunque sea de forma rastrera.
      Chin pon.

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