Hoy volvimos allí, y ahora me da un poco
de apuro hablar de ello. Lo he hecho ya tantas veces que hasta a mí
empieza a sonarme a monomanía. Pero no es sólo la mezquina
vergüenza de la repetición. Es que me he llenado de tanta luz, de tanto mar y tanto verde, que no sé si mis manos serán capaces de
traducir esta pulsión muda y bruta en palabras. Voy a intentarlo.
Voy a montarte en mi coche y a llevarte conmigo.
El jueves pasado, en Alhama, escuché mi
nombre, y era J., el adiestrador de perros que trabajó con nosotros
en las inspecciones contra el uso del veneno en el campo. J. es
cariñoso y enfático, y a la mínima te cuela una lección
apasionada sobre la manera en que enseña a sus animales. Es una de
esas personas imantadas hacia un norte que ellas mismas han elegido.
O por el que de alguna manera sigilosa y casi aleatoria han sido
elegidas. J. ama a sus perros, y es feliz hablando de ellos.
Desprende calor cuando lo hace.
En las raras oportunidades que he tenido
de toparme con una de estas personas inflamables, siempre he sentido
una mezcla confusa de admiración, agobio y nostalgia. He contemplado
maravillada esa capacidad de dotar a la vida propia de un eje
rotatorio así de acusado. He envidiado su entusiasmo, y me he
sentido también un poco arrugada y un poco empequeñecida, y por eso
mismo casi me he visto empujada por cierta región fétida de mi
personalidad a formular mentalmente algún inofensivo sarcasmo. Y
después he echado intensamente de menos un motivo que me vertebre y
me dirija de una manera tan meridiana. Sé que me entiendes: todos
hemos sentido en algún momento esa misma envidia agridulce en
presencia de un enamorado. Todos hemos tenido que amansar un pequeño
ramalazo de Herodes al escuchar un discurso exaltado. Todos habremos
querido unirnos a la secta de los fogosos. ¿Tú no?
A mí sí me ha pasado. Me volvió a
pasar en Alhama, en cuanto salí del abrazo de J. Admiré. Aspiré
ese entusiasmo con un hambre de sanguijuela. Me aburrí, desconecté
un segundo, quise darle a J. un capirotazo. Envidié. Deseé tener
algo así de fundamental. Y luego continué con mi vida iluminada por
discretas lámparas de salón.
Hoy, bajo mis árboles de nuevo,
queriendo hablar y hablar y hablar de mis lugares, queriendo llevar
allí a mis amigos, y vivir allí, y conjugar todas las formas del
verbo amar imaginables, he descubierto que también yo tengo un sol
en mi interior. Un motivo en torno al que gravita todo un sistema
planetario. He visto una casa encalada que se asomaba a un espolón
del monte. He visto unas sábanas tendidas, hinchándose de aire como
una gaita. Jose la ha visto también, también ha suspirado. Y yo le
he cogido una mano y le he dicho: hagamos una foto de esa casa,
colguémosla de la pared de nuestro cuarto, de la nevera. Dejemos que
dirija desde ahora nuestros pasos. Busquemos esto, adornemos nuestra
tiempo en la tierra con esto.
La cámara del móvil: el horror, el horror. |
Y esto no es más que la vida simple.
Abrir las ventanas de una casa, y percibir que el aire libre te
aprecia. Estar lo bastante cerca de un camino como para saberte
ligado al resto del mundo, y lo bastante lejos como dormir sin
tapones en los oídos. Tener un banquito, o una silla reclinable
junto a la puerta de esa casa, y pasarte las horas vivas bebiéndote
el paisaje. Mirar como quien medita. Inspiras: dejas entrar a los
pájaros en tu casa; expiras: las nubes son un Hollywood dorado.
Engancharte a la noria de las estaciones. Marzo: el verde de la
hierba anonada. Abril: ¿ves esas manchas más claras encajadas en
los valles? Son los quejigos, que acaban de hacerle al invierno un
refinado corte de mangas. Mayo: el carnaval de los abejarucos dura ya
semanas. ¿Los escuchas tocar sus silbatos chiflados? Julio: llega
hasta aquí el eco esponjoso de las hachas de los corcheros.
Septiembre: algo muy antiguo y persuasivo vibra en los vericuetos del
bosque. Los ciervos machos braman de excitación, y a punto estás de
creerte que vienen a por ti. Noviembre: acabas de encontrarlas, de
limpiarlas, de trocearlas, y ahora perfuman de bosque toda tu casa,
las setas que vas a comerte dentro de un rato, el destilado de un
ecosistema completo. Enero: y si las rachas del Levante te han
empujado hasta aquí adentro, hasta tu casa arropada con libros, ¿qué
no soplará allí abajo, pegando a las barbas del Peñón? Febrero:
llueve, hace sol, llueve, llueve, sol, llueve, y hay un río en cada
cuneta, y hasta tus uñas están por arrancarse a hacer la
fotosíntesis.
Un lugar así, limpio y ruidoso de
verdes, es mi vocación. Cantarlo, contar esta y otras historias,
cada vez más mi pasión. Ojalá no se me olvide nunca que también
yo puedo ser una de esas personas entusiastas.
¿Cómo vas a olvidarlo? Dejarías de ser tú.
ResponderEliminarEl móvil se ha tomado suficientemente en serio su oficio de cámara fotográfica.
Compartimos vocación.
Y por eso nos queremos ciento!
EliminarPLAS PLAS PLAS!!
ResponderEliminarQue bien hablas, chikilla!
Con un poquito más de zoom se vería más la casita del australiano. Algún dia de estos habrá que ir a saludarle, aunque sea con la excusa de ir buscando mariposas u orquídeas en peligrísimo de extinción...
;-)
CROAK CROAK!.... Digooo, Buenas Noches! (con tanta agua me van saliendo goteras en la neurona)
Ranita, es que el zoom de mi teléfono listo es casi, fabrica imágenes cas, casi tan miopes como las de mis ojos. Ese australiano ha de entrar en mi vida.
Eliminar(Pero, ¿y la de chantarelas, primo?)
Mi sueño dorado,por dios!.
ResponderEliminarJosa Miguel, el tal australiano, no necesitará por casualidad compañera de piso?.
Yo me lo he pedido antes, lagarta
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