¿He dicho alguna vez cuánto me gusta
cocinar? ¿No? Me extraña, porque yo soy de natural desprendida
respecto a mis entusiasmos. Entonces, no me repito si hoy cuento que
cocinar me parece, cada vez más, un ejercicio de entrenamiento de
mis valores más apreciados, ¿verdad? Eso fue lo que le dio tiempo a
formular a mi mente esta mañana, en las cerca de dos horas que
dediqué a elaborar un pan de pollo. La culinaria entendida como acto
de moralidad (II. Cualidad de las acciones humanas que las hace
buenas, por si a alguien le provoca sarpullidos la palabra). No
importa cuánto tiempo le dedique, ni siquiera si los resultados no
se ajustan a la expectativa inicial. Cocinar es una de esas
actividades que me sacian por sí mismas, más allá de lo que
obtenga de ellas, o de lo mucho o muchísimo que me guste comer. El
trajín sartenero (oh, automatismo mental anticuado: sustituid
“sartenero” por “thermomixero”) funciona como cantera de
tiempo pleno. Eso significa que cuando estoy liada con ello, no me
queda espacio para esas abusivas y cada vez menos frecuentes
nostalgias mías por opciones alternativas. Pico, muelo, sofrío (o
le doy órdenes a mi cacharro mágico para que lo haga por mí), y
mientras tanto, en ningún momento pienso en lo que se está quedando
por hacer. Mundos paralelos de lectura o paseo se desvanecen. Así
que cocinar es para mí una manera virtuosa de estar. Y más: es un
oportunidad para dar la mejor versión de mí misma.
Porque, para empezar, es un acto
bendecido por la tangibilidad: se usan cosas para transformar unas
cosas en otras cosas diferentes, mediante procesos hasta cierto punto
comprensibles. Si me preguntan por qué se monta una clara de huevo,
puedo barruntar la respuesta, algo que no ocurre ni por asomo si en
cambio me preguntan por qué la voz de mi padre puede sonar en el
aparato que guardo en el bolsillo del pantalón. Además, cocinar
tiene una utilidad impepinable, y esa es una cualidad que no abunda
en la lista de actividades que cuajan cualquiera de mis días.
Sirve, vaya que sí, para mucho más que para ir tirando como
organismo vivo. Cualquiera podría sobrevivir a base de latas de atún
y zanahorias sin pelar. Pero cocinar con un poquito de cuidado te
permite mantener una ilusión de control sobre tu propia salud. Por
no hablar del masaje tailandés que le regala a las sufridas neuronas
que manejan tus centros del placer.
Y es una acción de servicio. Yo a veces
flaqueo, lo confieso, y me pregunto qué necesidad tengo yo de sudar
sangre triturando pechugas de pollo (con queso parmesano, pan
rallado, perejil, ajo y romero. Cocinillas) para luego darle forma
(de brazo de gitano relleno de jamón y más queso) de nuevo, si
podría poner las pechugas enteras a la plancha, y en el tiempo
ahorrado, dejar que el relieve de la funda del sofá se me quedase
impreso en las mejillas. Entonces preveo los ojos redondos con que mi
comensal recibe cada plano poblado de monerías ricas, y preoigo su
mmmm siguiente, y vuelvo a acordarme de que el esfuerzo merece
la pena. Cocinar para otros es una veta gorda de bondad que ninguna
religión ha tenido la delicadeza de incorporar a sus mandamientos.
Pero que no se me interprete mal: yo no soy de esos seres tristes que
consideran una pérdida de tiempo cocinar para uno mismo, a solas con
su mando a distancia. Para nada. Cocinar para nadie más debe
entenderse como un indicio del propio respeto, y como una exhibición
jubilosa de autonomía. Haceros vuestras propias lentejas, muchachos;
demostradle al mundo que vuestras capacidades mundanas van mucho más
allá de calentar una lata en el microondas, o de escoger un tugurio
con menús del día baratos. Agarrad la poca rienda que el destino os
concede.
Por si fuera poco, la cocina refina las
aptitudes con las que la genética o el desarrollo normal de tu
asistencia a parvulitos te ha dotado. Pone a prueba y robustece tus
destrezas manuales. Ejemplo: si no fuera por mis años de
entrenamiento, nunca hubiera pensado que mis dedos apopléjicos
podrían llegar a extender un engrudo de pollo en forma
aproximadamente rectangular, y enrollarlo con la sola y exasperante
ayuda de un trozo de plástico. Le da vitaminas a tu astucia.
Ejemplo: que no tienes ni un cuscurro de pan duro, porque cierto
zampabollos que vive en tu casa no le dejaría una miga ni a
Jesucristo, si no fuera para que hiciera uno de sus truquitos, pues
utilizas copos de avena, o tostadas de maíz pulverizadas, o almendra
molida, o un mix de todo ello. Que piensas que se está
desaprovechando el poder calorífico del vapor generado por tu salsa
de champiñones, pues subes un piso más en lo que has dado en
llamar “castellets culinarios”, y te cueces unos boniatos a la
par. No hace falta estirar el concepto de creatividad hasta los
límites de chufla tan en boga últimamente, para que la práctica de
la cocina avive el ingenio.
Más: cocinar potencia tu poder de
concentración. Mejora tu capacidad para llevar a cabo acciones
sincronizadas, y eso es un consuelo, en un mundo en el que cuando tú
quieres, no te quieren, o donde pasa tan a menudo que uno no es lo
bastante maduro como para afrontar las situaciones que le tocan en su
momento. Más todavía: sacia tus apetitos de aventura y riesgo, y si
no que le pregunten al esmalte de uñas, cada vez que te enfrentas a
ese artilugio de inquisidores llamado mandolina. Se aproxima bastante
al arte, en su versión más contemporánea, y hasta a los mandalas
elaborados en arena por los tibetanos, por ser sus resultados
inevitablemente efímeros. Te mantiene los glúteos firmes, si los
aprietas durante el proceso. Mejora tu tanteo en el partido contra el
Alzheimer, según un investigador japonés. Te calienta el cuerpo
(cocinar, no comer) en las frías mañanas de enero. Es un pilar
básico de la socialización humana. Y crea felicidad en bruto. ¿Se
puede decir más de cualquier otra actividad?
(Y si lo tengo tan claro, ¿por qué no
he cambiado todavía uniforme verde por delantal?)
Amén,amén,amén.
ResponderEliminarlectoramén, te vamos a llamar.
EliminarCuanta razón tienes enumerando los beneficios que aporta cocinar, solo una pega, soy de las tristes a las que les dá pereza meterse en elaboraciones trabajosas,para comérmelas sola ante la televisión.
ResponderEliminarMaaaal, Anónima, maaaal. Tienes que hacerle mimitos a tu paladar. Por amor propio.
EliminarA mi me gusta hacer de todo pero la cocina siempre me parecio una nave espacial, siempre fui el pinche de mi madre, si me meto en ella soz capaz de sacar casi cualquier cosa, me parece importante destacar que influye mucho la motivacion que uno tenga y para quien va a cocinar eso hace que el plato salga mas rico y que el bizcoco levante como debe.
ResponderEliminarTe estoy viendo, bocaditos de polenta con dulce de leche. Yo creo que una de las tareas más humanas a las que se puede dedicar un idem es precisamente cocinar gratis para los demás.
EliminarJuro que este post lo he escrito yo. Desde la primera frase (¿He dicho alguna vez cuánto me gusta cocinar?) hasta la última (Y si lo tengo tan claro, ¿por qué no he cambiado todavía uniforme verde por delantal?) y me lo ha pirateado la dueña del blog...
ResponderEliminarBueno, es mentira, pero podría haberlo hecho si supiera, como hace ella, desmenuzar las ideas y aliñarlas y darles un poquito de horno o de vapor y...voilà, ahí están, las razones por las que me (nos) gusta tanto cocinar.
Jo, todavía no tengo una mandolina.
Me uno a tí,querida prima,disfruto mucho en la cocina...y ya con nuestra cacharra...ni te cuento,entre comillas:¿que no tienes mandolina?a que esperas,¡hay señol!así están los muebles de mi cocina,que al abrirlos se cae todo...esa es otra,me encantan los cacharrillos de cocina!
ResponderEliminarComo que al final van a inventar una modalidad del Proyecto Hombre para los adictos a los culicacharrillos.
ResponderEliminar