Mi enfermero reniega con un movimiento de
cabeza. Seguro que piensa que soy una derrochona de cuidados, y que
no merezco que se preocupe por cerrar las cortinas, para que no me
moleste la luz, o que me suba la mantita hasta la barbilla, si al
momento la aparto y me lanzo al ordenador. Eso, pastillas no, pero
pantallas sí. Muy bien. Luego no te quejes si te vuelve la
epilepsia. Y es verdad que a veces me concentro tanto en el
ordenador que casi estoy a punto de convulsionar, pero no te
preocupes, mamá. Sólo es que ayer, después de tirarme un par de
horas enfrascada en el absurdo diseño de carteles para mis diez
mandamientos, me dio un pequeño ataque de migraña. Me puse a
preparar la ensalada, y de repente, dejé de ver. Un síntoma que es
maná para cualquier hipocondríaco que se respete a sí mismo. Vale,
no me quedé ciega, pero francamente, para ver hilachas mucilaginosas
de realidad, quién necesita ojos. Y me fui a la cama temprano. Hoy
sólo me queda un dolor amortiguado en la sien. Como si la novia de
alguien hubiera intentado arrancarme un manojo de pelo.
Y tiene razón, mi enfermero. Debería
cerrar los ojos, y limitar mi actividad cerebral al repaso de
canciones de Enrique y Ana. Pero ahí fuera hay una luz blanca y
crujiente como tortita de arroz, y con suerte a lo mejor se pone a
nevar. Hay momentos en los que reposar, simplemente, no es oportuno.
Y, además, si cierro los ojos, pienso en ella, lo cual es
perfectamente válido. Pero si pienso en ella, pasa que la boca se me
llena de torpes palabras dichas, y de las turbadas palabras por
decir, y tengo que ponerme a escribir para que no se me piquen las
muelas.
Ella, en esta habitación, es un poco
abstracta. No la he visto nunca, no sé nada de su historia personal.
No sé cómo es su cara, ni su tono de voz, ni si es dicharachera o
reservada. Ella es uno de los tantos fragmentos densos de intimidad
cuyo simple inventario me marea. Y, sin embargo, todavía guardo en
la mochila del trabajo un papelito en el que anotó la dirección de
una dermatóloga que le fue bien a ella. Todavía puedo acordarme de
que su ejemplo me sirvió para rebatir una de las reticencias que
tenía cuando me apunté a la piscina el año pasado. Entonces su
hijo me contó que ella, con problemas de piel parecidos a los míos,
se sumergía en agua clorada sin más problema, y yo me animé con un
“qué demonios”. Y, ahora, no puedo dejar de pensar en si ella
estará mirando por la ventana de su casa, igual que yo, aguardando
la nieve con una congoja que a mí, pese a las prácticas de empatía,
me resulta impenetrable. Quizás decida darle la espalda a la visión
de la calle, y distraerse con una revista. Quizás se encuentre ya lo
bastante fuerte, después de esta semana de diagnóstico, como para
conjurar el pensamiento parásito de que, si nieva, a lo mejor es la
última vez para ella.
Ella es la madre de alguien a quien
conozco, y eso, en el canal privado de televisión que se emite en mi
cabeza, la reduce a puro concepto. Pero me gustaría tanto hacer algo
por ella y por su familia. Preguntar cuáles son sus comidas
favoritas. Prepararle una buena tarta con nueces y fruta, y
llevársela todavía caliente a su hijo. Estrecharle la mano y
felicitarla por haber sabido criar a un hijo bueno y amoroso. Me
gustaría ser capaz de redimirme con gestos de la ineptitud con que
los sanos nos enfrentamos a la enfermedad ajena. Ayer tenía que
encontrarme con ese hijo en la oficina, por primera vez desde que nos
enteramos de la noticia. Y casi me alivió que fueran pasando los
minutos a partir de las ocho de la mañana, y que él no apareciera
por la puerta, porque sentía una inquietud parecida a la que precede
a un examen de conducir. Me daba la impresión de que no me sabía ni
la décima parte de ese temario. Preguntar por la situación. Hacer
equilibrios entre un interés verdadero y el riesgo a parecer una
intrusa; entre dar ánimos y el respeto a la magnitud de la
situación. Quería ser a la vez empática y delicada. Quería ser lo
bastante elocuente como para que cualquier ofrecimiento de apoyo no
resultara una educada conveniencia. Y a la vez tenía que pronunciar
ciertas palabras tan inútiles y postizas que, aunque fueran lo que
había que decir, iban a sonarme inevitablemente a impertinencias.
Porque ¿qué se puede decir que sea
humanamente tolerable? ¿Que no resulte vacío y mecánico, como el
fraseo de la enlatada atención al cliente de una compañía
telefónica? ¿Cómo se atreve uno a pronunciar siquiera las palabras
“mucho ánimo”, si al cabo de media hora usará la misma voz para
pedir un café con leche desnatada, en taza, mientras el otro se
vuelve al hospital, o a una casa donde exactamente todos los gestos
cotidianos han tenido que ser redimensionados? Uno habla, y se da
cuenta de que sus palabras carecen por completo de eficacia. Son tan
diplomáticas y programadas como el feliz año de hace veinte
días. ¿Qué se puede hacer, cuando el lenguaje queda impugnado de
esa manera? Qué nos queda, si respecto a las emociones básicas no
hemos aprendido más a parlotear.
Aunque las palabras no sirvan, hay que decirlas,porque a veces la discreción puede ser interpretada como desinteres;pero eso sí,las justas,solo las sentidas y autenticas.
ResponderEliminarUna vez llamé a una conocida en igual situación y me dijo: prefiero tu"no sé que decirte",a las palabras y falsos ánimos.
Pero eso sí hay que llamar, o hacer algo-un beso,un abrazo-porque,recuerda, no tenemos el poder de la adivinación.
un beso.
Coincido plenamente con lo que ha escrito lectoraadicta.
ResponderEliminarY yo con ambos dos, queriditos. Hay que pasar por ello, hay que estar ahí, al lado de la gente, aunque sea de forma torpe.
EliminarSería aconsejable que si hablas de tus males (físicos, en este caso) dejaras el humor aparte, porque me da la risa y no está ni pizca de bonito reirse del dolor ajeno. ¿Qué no es tu intención? Puede, pero yo leo esto: "Vale, no me quedé ciega, pero francamente, para ver hilachas mucilaginosas de realidad, quién necesita ojos" y se me olvida tomarme en serio lo malita que seguro que estabas.
ResponderEliminarEn cuanto a qué decir en situaciones graves de verdad...Uf, qué difícil. Yo creo que no he sabido pasar del ¿cómo estás?
Muuuje, el humor se inventó precisamente para camuflar el hecho de la enfermedad y la muerte. Ya veo bien, gracias. Seriamente lo digo.
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