lunes, 14 de enero de 2013

Lunes de confianza

 
No es tan difícil, en realidad. No hay necesidad de arrimarse al ordenador armando un drama. A veces basta con elegir una palabra, y con mascarla hasta que se quede sin sabor. Si eso es posible. Porque a veces también pasa que las palabras se van haciendo más y más raras, conforme las vas pensando. Repites “libro”, “libro”, “libro”, “cariño”, “cariño”, y llega un momento en que “libro” podría ser la manera que tienen de llamar en el Tíbet a la mierda de yak. 

Hay días de gracia en los que todo lo que entra por tus sentidos apenas si encuentra correlato con lo que guarda tu memoria. La realidad humana te parece una cosa exótica, y entonces es cuando tú y el Tarzán recién arrancado de la selva parecéis la misma persona. Ves como un milagro la inteligencia de las farolas, que se encienden solitas cuando la luz del día flaquea. Una madre paseando a un hijo con parálisis cerebral, que debe de andar ya por la cuarentena, y que grita, grita, como si lo estuvieran despellejando, y a lo mejor sólo intenta decir “mira qué cielo malva tan bonito”, porque su madre arrastra el carrito con una sonrisa tan plácida que cómo no va a resultar extraña. Algunas motos berrean como ciervos en celo. El silencio de los árboles, en cambio. Toda esa gente que anda cargada con bolsas por las calles del centro, y que estará muerta antes de que las mismas bolsas se desintegren en el suelo de un vertedero. Toda esa gente que da por sentado que “libro” es un objeto paralelepípedo compuesto habitualmente por un puñado de hojas de papel cosidas, donde los fuegos artificiales del lenguaje estallan de manera salvajemente callada.

Yo elijo hoy la palabra confianza, con la esperanza de poder estirarla una vez, otra vez, mil veces, sin que llegue a parecer insípida. No hace mucho que aprendí que no es necesario tener una potente confianza en ti mismo para actuar con eficacia en las parcelas de la vida que de verdad te interesan. Pero cuando te das cuenta de que la confianza está ahí, y de que al menos hoy va a quedarse a pasar lo que queda de día contigo, entonces llegas a la conclusión de que ni siquiera es preciso que inicies esa acción que tan vital parecía hace un rato.

Puede pasar en cualquier momento, porque la confianza es de natural imprevisible. Puede que estés esperando a que te den el cambio en el Corte Inglés. O que lleves más de una hora pelando almendras crudas, disuelta en tu tarea como un yogui entonando el om. Puede que estés llevando a cabo otra de esas obtusas faenas de un trabajo que hasta hace un momento te parecía un insulto a la esencia humana. O a punto de quedarte dormida en el sofá. Entonces pasa. Sin avisar. Es una criatura tan tímida como las mitocondrias celulares, la confianza. Llega, y todos los huecos que observabas en tu vida de pronto se colman. Pero no te vuelves maciza, no. Te vuelves fluida, como si obedecieras la orden de ese anuncio en el que salía Bruce Lee. Simplemente, te adaptas a la configuración del instante. Estás caminando. Bien. Estás doblando la ropa. Bien. Estás recordando un viejo amor que te hizo daño. Bien. Estás escribiendo. Bien. No estás escribiendo. También. Estás sola. Bien. Estás cerca de alguien. Mejor todavía. No importa lo que estés haciendo, porque la confianza te sostiene, y te recuerda que sólo necesitas estar. Como sea. Donde sea. Seas lo que seas. Estás.

Por un momento se suspenden los planes. Ya no tienes historia ni trayectoria. No tienes atributos ni nombre propio. No tienes una manera única de ser y de responder a los estímulos. La afirmación reemplaza a la interrogación murmurante. Los juicios, como corresponde, se demoran. La exigencia pierde sentido. Los “debería”, los “sí, pero...”. Sí, pero nada. No hay otra opción mejor, cuando simplemente estás. Lo que antes parecía una condición ineludible para vivir con sentido, abre esa mano que se apoyaba sobre tu hombro, o que te apretaba la garganta.

Y entonces es como si todo conspirara. Le das una oportunidad al libro que hasta ahora no te terminaba de enganchar (*). Así es como conoces a ese personaje que ya no puede posponer más su proyecto de Otra Vida más digna y autónoma que la que lleva, porque abandonar y “tirar la toalla sería como morir”. Y también a ese otro que, secamente, le replica: “Creo que descubrirás que en absoluto es como morir. No hay nada que sea como morir. Usamos la muerte como una metáfora para decir otra cosa. Algo más insignificante y más tonto y mucho más soportable”. Y a ti te parece que lo que acabas de leer rima perfectamente con ese momento tuyo de confianza que convierte cualquier cosa en tolerable. Más tarde, decides escribirte a ti misma, escribir lo que ahora mismo te gustaría encontrar en un libro. Pasa un rato a la vez efímero y larguísimo. Hasta que levantas la vista del ordenador, y sorprendes a alguien que te está mirando y te dice “pero qué bien estamos”.


(*): El libro al que respeto desde esta tarde es Todo esto para qué, de Lionel Shriver.

4 comentarios:

  1. Pero qué bonitos son tus post de "plenitud" o llámalos como quieras.
    Me reitero en mis comentarios, pero me da igual. Me encanta.
    Besitos!

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  2. Anónimo entre comillas15 enero, 2013 22:18

    ¿Verdad que sí, Laura? ¿Que nos repetimos? Ah, se siente, pues que aprenda a escribir peor...¿Que lo suyo sería comentar el contenido y no el continente? Pues seguramente, pero las que no somos escritoras (de oficio) escribimos sobre lo que queremos, repito, sobre lo que queremos...

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  3. Cuando dos seres adorables se ponen a hablar bonito de una, pues una se pone blanda como gelatina. Gracias a las dos (podéis comentar lo que os dé la gana, merluzas, laudatorio, crítico, repetido o absurdo. Aunque esto último os cuesta, eh)

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