Sentada
en una silla que amenaza derrumbe, Natalia mira a su alrededor. Es
algo que hace a menudo. Levanta la vista de su móvil y escruta el
panorama. Aparta el libro maltratado y rastrea en un radio de veinte
metros, como si en vez de mirar, olfatease. Y una vez cada hora, más
o menos, consigue levantarse y, antes de dar el primer paso,
averigua si alguien la está mirando. Cuando se es como ella, lo raro
es pasar inadvertida. Y Natalia ha conseguido adaptarse a la mirada
ajena, igual que las plagas de langosta a los pesticidas. Por eso, si
no despierta la atención de los demás, si no consigue avergonzar a
los mirones, se aburre. Y se inquieta.
Hoy,
por ejemplo, la gente parece empeñada en no dejarla jugar a su juego
favorito. Esas viejas de ahí que se hablan a gritos, con mucho
aspaviento, como si no llevasen repitiendo la misma conversación
sobre hijos y nueras desde el principio de los tiempos. Las madres,
que saben mirar como Natalia prefiere, y que por eso leen las
revistas que leen, sólo parecen preocuparse hoy por la piel de sus
niños. Y los niños, tan severos, no tienen ojos más que para las
medusas. Tampoco las chicas de biquinis minúsculos levantan las
cejas por encima de sus tremendas gafas de mosca. Esas son sus
favoritas, y una mirada atravesada de ellas es capaz de alegrarle la
mañana. Pero hoy tampoco parecen dispuestas a que ningún otro
cuerpo las distraiga de la ostentación del suyo. Se levantan de la
toalla como si levitasen y, sacudiéndose tres granos de arena del
vientre planísimo, se acercan hasta la orilla medio hipnotizadas, y
esconden su perfección en el agua. Y luego vuelven chorreando, con
una expresión orgásmica y los ojos entornados, y se tumban boca
abajo. Sin mirarla.
Y
eso que también ella se ha puesto un biquini minúsculo. Un biquini
fucsia que las divas de la playa podrían usar como tienda de campaña
pero que, escondido entre el volumen exorbitante del cuerpo de
Natalia, resulta más obsceno que cualquiera de los que puedan verse
en Ipanema. Ahora que ni siquiera una exhibición de tal calibre ha
podido con la indiferencia de los demás, Natalia se siente ridícula,
por mucho que Iván le diera su aprobación antes de salir de casa.
Ella nunca se hubiera comprado por propia voluntad una cosa tan
contraria a la lógica aplastante de sus carnes, pero fue Iván el
que lo eligió, y a él no le puede negar nada. Cómo iba a privarle
del orgullo que siempre le causa verla bajar de esa guisa a la playa,
impúdica, con ese biquini que es un guante en la cara del mundo,
llena de coraje. Iván es así, un poco candoroso, la verdad, un poco
demasiado convencido de la nobleza de su propia alma, y de que todo
cuerpo merece su dosis de admiración, por el simple hecho de estar
vivo. Natalia es una de sus muchas cruzadas particulares y ella, por
satisfacerlo, se deja arrastrar a la playa y se deja vestir, y casi
hasta desnudar.
Claro
que él siempre lo ha tenido fácil. Uno bien puede comportarse con
el desdén de un marqués, cuando se tiene un cuerpo, no de marqués,
sino de dios olímpico que se pasea distraído por la Tierra. Iván
tampoco está acostumbrado a pasar desapercibido. Hoy se le puede
ver, como de costumbre, relajado sobre una silla tan grácil como él,
dormitando, con un brazo doblado bajo la cabeza y el sol arrancándole
a su piel brillos de rublo recién acuñado. Natalia se da cuenta,
por fin, de quién ha vuelto a robarle la atención de la gente. Es
algo que pasa todos los días. A las viejas las asalta la ansiedad de
casar a sus hijas, cuando les llega de lejos la onda expansiva de la
gentileza de Iván. Las madres comparan esos abdominales de saltador
de altura, esos muslos largos y no tan rotundos como para resultar
repulsivos, con los muñequitos de sus revistas de moda, llegando a
la conclusión de que ese muchacho de ahí debe de ser una celebridad
de cuyo nombre no pueden acordarse. Los niños le ceden sus
cazamedusas. Las chicas guapas siguen sus movimientos, y esperan a
que Iván se acerque al chiringuito a comprar botellas de agua para
raptarlo y violarlo. Muy de vez en cuando, él abre un ojo azul con
lentitud de tortuga, y capta una de esas miradas en celo que lo
acosan, lo veneran, lo codician. Y entonces, con una suavidad
principesca, sonríe.
Eso
le basta a Natalia para iniciar el juego que anima un poco sus
mañanas en la playa. Vale, no la están mirando a ella, y así no
tiene ni la mitad de gracia. Porque lo mejor de todo es el estupor
que, inevitablemente, se pinta en unos ojos que justo antes, al
mirarla, sólo habían sabido expresar espanto, grima, y también una
piedad condescendiente y civilizada. Pero alguien tiene que pagar la
sonrisa que esta vez Iván no ha sabido disimular, y todos estos
diecinueve años de comparaciones obvias y silencios espesos de
culpabilidad. Natalia mira a su alrededor, coge la mano izquierda de
su guapísimo hermano, y se la lleva a los labios. Si consigue que al
menos tres cabezas femeninas se agachen, agotadas por el peso de la
envidia y del bochorno que provoca pensar que una morsa como ella
pueda beneficiarse a un portento como él, entonces considera la
partida ganada.
Maravillosamente escrito. Es como una hoja arrancada ¿Y el resto del libro?
ResponderEliminarBien por Natalia!.
ResponderEliminarEso ¿dónde está el resto del libro?
ResponderEliminarPor cierto, la venganza de Natalia es suave ¿verdad? debe ser aplastante -bueno, no es que quisiera ser gráfica- cargar toda la vida con un cuerpo que te la condiciona, para mal, claro.
Casualmente pensaba en eso, porque acabo de leer este párrafo en el libro que tenía entre las manos hace cinco minutos: "...pero no por cuestiones políticas, la Gorda sufría porque pesaba más de ochenta kilos y porque contemplaba el espectáculo, el espectáculo del sexo y de la sangre, también el del amor, desde una platea sin salida al escenario, incomunicada, blindada."
Jo, comentarios asín hacen que quiera que se me ponga el culo cuadrado ante el ordenador
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