domingo, 2 de septiembre de 2012

En el Salón



Los dos en el balcón, Jose en calzoncillos, yo en mi pijama pornoinocente, merendando magdalenas y un viento inequívocamente post-veraniego. Y es tan sabroso, tan nutritivo este viento, que es una lástima que lo desperdiciemos quedándonos aquí, en esta casa que, vista desde fuera, debe de tener la luz naranja y la temperatura de las verduras que se asan en un horno. Así que, cinco minutos después, decentes y presentables, estamos sentados en un banco de madera del Paseo del Salón, dispuestos a darnos un atracón de septiembre. A devorarlo ahora que está turgente y maduro. Yo me he pasado la siesta escribiendo entre sueños la primera frase de una estampa playera que tengo en mente desde la semana pasada. Pero, en este banco de listones que se me clavan ahora en los muslos, de la misma manera que todo lo anticuado se clava en la nostalgia, ignorar los sonidos que hacen sólida a esta tarde me parece una traición.

La campana de la iglesia de los Escolapios, sonando siete veces discretas. El raspado de las patas de un perro sobre la arena del Paseo. El canturreo inevitable de los plátanos. Pasos de sandalias. Una moto más vieja que yo, que eructa un diésel mal digerido, haciendo y deshaciendo el bulevar. Ticlín, ticlín, el timbre de una bicicleta de niño muy pequeño, un eco devuelto de tiempos en los que no había videojuegos ni varitas de merluza mojadas en litros de ketchup. Un autobús que, a mí no me engaña, lleva dentro de sí toda la melancolía de las madrugadas, porque va vacío, tiene que ir vacío en esta tarde de domingo en la que el cuerpo se echa a pasear por mandato de alguna ley natural. El chirriar de gaviotas de los columpios que quedan a mi espalda. Un niño que grita como en un colegio interno de película de terror. Jose que silba y repite “qué buena idea, pequeña”. Ruedas de cochecitos. Una avioneta que esta vez no es de incendios. Y, por debajo de todo, el ruido de un tráfico que pretende despertar a la ciudad de esta duermevela elevada al cuadrado, el sopor cálido del domingo junto al sopor sedoso de esta época del año, en la que estamos ya todos aquí, de nuevo a bordo de las calles y las plazas, y estamos todos parados, esperando a que el barco de la vuelta a las clases o al trabajo se eche a zarpar.

Aunque, en realidad, los únicos que estamos parados somos Jose y yo. Hace un momento, un par de bancos más allá, había dos nucas jóvenes bañadas en luz tostada, y dos manos distintas regalando carantoñas en cada una de ellas, una escena tan dulce e inaccesible como Torremolinos al fondo, muy al fondo de esas camaritas de juguete de cuando éramos niños. Había un señor con pantalones cortos y unas de esas zapatillas sumergibles que, con suerte, no han visto más agua que la de la lavadora, sentado al lado de un perro con un parche negro en el ojo, y costaba decidir a cuál de los dos se le estaba haciendo más pesada la jubilación. Ahora, en cambio, todo el mundo vuelve a andar. Todas las razas de perros. Los corredores ensimismados. Las familias de cuatro paseando a fila india. Las señoras muy arregladas para ir a misa. Viejos con las manos juntas en la espalda, a cada paso una victoria pírrica sobre la artitris. Padres primerizos, abuelos cogidos de la mano, por una vez desde hace cuarenta años absueltos de la obligación de cuidar a alguien. La elegancia de una chica con un pañuelo azul en la cabeza y toda la piel cubierta, salvo la de las manos, contemplada con arrobo por una amiga con mangas a la sisa. Una madre y su hija adolescente, cada una mirando a un lado de la calle, la mayor con los hombros encorvados hacia adelante, la menor con los omóplatos queriéndose tocar. Un niño con auriculares, gritándole a su padre que el Granada sólo pierde de uno con el Real Madrid. Señores con pantalones muy subidos, con pinta de haber engullido hoy cuatro o cinco periódicos y una sopa de fideos clarita. Parejas maduras que se pasan el teléfono móvil para hablar con el hijo recién aterrizado en Barajas. Gente con ropa de verano y la carne de gallina.

Como yo. Después de dos horas mirando, escribiendo así, como quien come pipas, y con la arquitectura íntegra del banco grabada en las carnes, me doy cuenta de que también el vientecito fresco que te levanta el castigo del verano puede resultar indigesto. Ha llegado el momento de cogerse del brazo de quien está a mi lado y de dar gracias. A su sistema termorregulador, mucho más eficaz que el mío. A este rodar de estaciones que a veces es inclemente, y a veces te concede la ilusión de que todo está a punto de comenzar. Al hecho de poder volver a una casa desde la que se ven los colores del cielo, y a la que sólo le falta hablar. Gracias a las personas que han pasado sin estridencias por mi lado. Porque también es bueno salir de esa guarida donde los superficies y los objetos nos reconocen y alimentan nuestra vocación de comodidad. Y es bueno salir de vez en cuando de una mente deformada a costa de perseguir historias. Amansar a la vocecita enredadora que va diciendo “esos dos hace dos meses que nada, de nada”, “a esa le mola su amiga”, “a esa le falta algo, y sale a la calle a ver si andando es capaz de dar forma en su cabeza a lo que le falta”. Registrar el paso de una tarde, sin narrarla, por una vez sin ahondar en motivos psicológicos ni desmenuzar detalles. Esta tarde me tocó respetar esa intimidad sellada de la gente que se para o que pasa, de la que siempre me quiero apropiar. Ya vendrán otros días para los cuentos.

3 comentarios:

  1. Me gusta esa escena de las nucas jovenes con Torremolinos al fondo. Si me la cambias por Torre del Mar la firmo.

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  2. Gracias a tí por saber describir lo que ves,de la forma en que lo haces.

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  3. Me ha encantado. ¡Dale a la observación contemplativa!

    LectoraDesconocidaAnónima (:

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