El golpe del móvil contra la mesa
resuena en el espacio de la cafetería. Jaime mira a su alrededor,
como si desconfiara de la soledad de esta hora de siesta. Dejar el
teléfono de ese modo es un gesto un poco teatral. Buscar espías es
un gesto entre maníaco y teatral. Así que se recuesta un poco más
en los cojines, que alguien ha colocado con ciencia para que él se
sienta cómodo, esboza una sonrisa, y se empeña en cumplir sus
quince minutos sin móvil. El café tiene toda la espuma que a él le
gusta, y los cuadros de la pared son lo bastante abstractos como para
reclamar su atención durante un rato. Hay un periódico doblado y
aceitoso sobre la barra, y una chica con ojeras y alguna historia
detrás de ella. Por la calle deslumbrante de cal está pasando un
viejo con un cubo y una caña de pescar. Como la playa más próxima
queda a unos ciento cincuenta kilómetros, también ahí encuentra
una historia en la que emplear otros buenos cuatro minutos. Pero
parece como si el móvil, ofendido, quizás un poco lastimado por el
golpe, estuviera soltando suaves gemidos. Será teatral. Antes de que
se cumpla el segundo minuto de abstinencia, Jaime está acariciándolo
otra vez.
Al fin y al cabo, qué tiene de malo.
Todo el mundo anda pegado al móvil hoy en día. En el váter, en la
consulta del médico, en la cola del Alcampo. Y él ni siquiera tiene
whatsapp. Por tanto, puede considerarse que está más
conectado a la realidad física que el resto de los mortales. Jaime
se limita a cruzar la yema de su dedo índice por la
pantalla, distraídamente, como si fuera el brazo de una persona, a
pasear por su lista de contactos, y vaya, de repente ya está su dedo
sobre el nombre de Helena. Si esa agenda fuera de papel, se abriría
automáticamente por la hache.
Las palabras de un mensaje vuelven a
acoplarse por su cuenta. “T traigo algo d Cordoba, ermano?”.
Sencillísimo de interpretar. Ella verá su nombre en la bandeja de
entrada, con sorpresa, seguro que con una de esas sonrisas vandálicas
de hace cinco años, y tras la perplejidad inicial, se dará cuenta
enseguida de que a) Jaime se ha equivocado de destinatario y b) él
está ahora mismo en su ciudad. Luego pasarán seis minutos de
ansiedad controlada, los cuadros de la pared se harán todavía más
incomprensibles, y todas las historias del mundo quedarán en
suspenso y, entonces, el teléfono sonará. La voz de Helena,
accesible y simpática, como si se hubieran despedido hace nada más
que dos días. O todavía mejor, más controlable, menos peligroso,
un mensaje suyo: “Desastre de hombre, me has mandado a mi el
mensaje para tu hermano. Estas por aquí y no piensas en llamarme
para tomar un cafe? ” Así,
sin comerse una sola e ni una sola hache.
Jaime
deja ahora el móvil junto a su muslo, sobre la discreta superficie
acolchada del sofá. Otro gesto teatral como el de antes llevaría su
sensación de ridículo a límites intolerables. Con lo fácil que
sería llamarla, preguntar por su salud e invitarla a tomar algo.
Entra en lo correcto, ¿no?, pasar un día por la ciudad donde ahora
vive una antigua compañera, y tomarse un café con ella. Los dos
frente a frente, él preguntándole si el café le sigue gustando
americano, Helena encogiendo ligeramente los hombros y confesando,
como si fuera una vergüenza, que ahora sí toma azúcar. Él
rebuscando por detrás y por delante de cada palabra suya para hacer
una gracia y recuperar el viejo clima. Ella mirándole a los ojos, no
por nada en particular, sino porque siempre fue así. Él dándose
cuenta de que estos cinco años se resumen en tres o cuatro frases de
rápida caducidad, los niños cada vez más ingobernables, el instituto
cayéndose a pedazos, el director y sus tics, el perpetuo goteo de
interinos. Él tratando de encontrar un tema mínimamente humano o
interesante. Él dudando de si reconoce esa sombra de bigote sobre su
labio. Él registrando, horrorizado, que Helena vuelve a mirar la
hora. Él, que de nuevo no se atreve a preguntar. Él, aliviado
cuando ella pide la cuenta.
Y a
estas alturas ¿qué le va a preguntar a esta mujer? Se lo pasaba tan
bien con ella, en los recreos, en los ratos muertos de la sala de
profesores, en las cenas de Navidad, cuando sólo ellos compartían
un idioma secreto hecho de jugo e ironías. Y a pesar de todos los
rayos como de cómic que él creía que se intercambiaban al hablar,
no sabía nada más. A Helena le gustaban las novelas americanas.
Helena hacía yoga y viajaba al extranjero dos veces al año. Helena
respondía con monosílabos cuando él le preguntaba si lo hacía
sola o acompañada. Helena le rozaba de vez en cuando la rodilla. Al
final de una de aquellas cenas, con su segundo gin tonic en la mano,
Helena le hizo comentarios sobre la fidelidad que a él le parecieron
mensajes cifrados. Helena consiguió el traslado a su Córdoba natal,
y se fue antes de que él pudiera llegar a preguntarle.
Ahora,
más de cinco años después de que las preguntas perdieran hora y
sentido, Jaime vuelve a obligarse a entender cuadros abstractos y a
encontrar en la calle historias que no tengan nada que ver con Helena
ni con él. Sabe por experiencia que no va a respetar el plazo de
media hora que se ha puesto para llamarla. Y desde luego que no va a
hacer el chanchullo
idiota de los mensajes. De ella sólo quedan su nombre en la agenda,
y las ganas viejas de tocarla. Como libros aún plastificados que
crían polvo en el trastienda de una papelería. Mientras espera a
que la chica de las ojeras le ponga otro café, Jaime recupera suteléfono, y acaricia la pantalla con un dedo.
Y así es como nacen las ficciones. Tomar un poco de la realidad y deformarla para abrirle espacio a lo posible. A eso que pudo haber ocurrido pero no ocurrió, a lo que debió hacer sucedido, pero se escapó, a lo que deseamos o temimos y, obstinadamente, sigue dándonos vueltas en la cabeza. La ficción como un laboratorio donde experimentamos con nuestro yo, con todos los espectros que van quedando tras nosotros, día tras día. Me gusta mucho esta faceta tuya de narradora. A ver si esas historias crecen y se ramifican, y se van noveleneando.
ResponderEliminar¿Cuánto puede dar de sí un teléfono móvil? En la ficción y en la vida diaria, en la real. Si lo mezclas con historias que se quedan en el aire, sin llegar a ser o que sólo uno esperó que fueran algo más...incontables las posibilidades (y eso que tú las cuentas de maravilla).
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