Llegas cargado con dos o tres ideas
preconcebidas. Del lugar sabes, como se saben las cosas obvias que no
merecen ser pronunciadas siquiera, que: en él se habla de manera
extravagante. Se compran artículos de lujo cutre. Se enarbolan
banderas igual que, en otros sitios, tatuajes o coches tuneados. Sabes
que es una especie de parque temático de las Repúblicas Bananeras.
Y, sin embargo, nada te ha preparado para el hecho de que todo sea
exactamente tan...Tan.
Entras, y todo cambia, con una
previsibilidad que resulta casi enternecedora. Para empezar, cambia
la meteorología. Sí, sí. Creedme, por favor. Ahí afuera no es que
hiciera un sol radiante. Pero estas nubes, de repente, que vuelven
superfluas las gafas oscuras. Y esta humedad, por el amor de dios,
este bochorno panameño que tan buena rima hace con el prejuicio de
las bananas, ¿qué son, efectos especiales subvencionados? Y luego
está la cuestión de la aduana. Atravesar una frontera, en estos
tiempos de homogeneidad digital, es un extra que te hace dudar por un
momento de que la entrada a este lugar sea gratuita. ¿Clima
distinto, moneda distinta, idioma, ejem, distinto y, encima, aduana?
No, en serio, ¿me puede decir cuánto me va a costar esto,
caballero, digo, gentleman? ¿Es posible que quede otro rincón
tan exótico como este en la plana Europa? Porque esto es Europa,
¿no?
Y es que la famosa suspensión de la
incredulidad que hace buena una historia de ficción está a punto de
llevársela este suave aunque tropical Levante. Un momento, te dices.
Esto a mí me recuerda a... Marruecos. Esta gente de piel castaña,
ropa de mercadillo y tintes de rubio radical, que merodea a quince
metros de la aduana, que se agrupa, que apenas sabe disfrazar de
simpática tertulia su aire de zoco y trapiche. Estos policías
recién salidos de la academia y, sin embargo, tan indiferentes ya
como gatos. Y esta repentina falta de seguridad mía. Como si en los
pocos metros que separan el cochambroso parking público donde hemos
abandonado el coche, y este puesto fronterizo de juguete, se hubieran
soltado todos nuestros anclajes. Una aduana, por muy artificial que
sea, y por poco o nada de lo que tú vayas huyendo, te hace sentir
culpable. De repente se te aturullan los dedos, y el carnet de
identidad no aparece por ninguna parte, y te toca buscar también una
sonrisa displicente, mientras te vienen a la cabeza cinematográficas
ideas sobre interrogatorios y una larga estancia en tierra de nadie.
Pero el carnet aparece, y el policía
nuevo/viejo, para complacerte, hace esfuerzos titánicos y le echa un
fugaz vistazo, y ya estás dentro. Venga, a caminar. Pero, otro
momento, por favor. A ver. Que estoy atravesando a pie la pista de un
aeropuerto. Vale, parece de Playmobil, pero yo no veo el
logotipo por ningún sitio, y la gente que camina a mi lado no tiene
el pelazo en forma de casquete ni el vientre plano de los muñequitos
de esa marca. Así que esto es un aeropuerto. ¿Y qué pasa cuando un
avión está a punto de aterrizar? ¿Turistas, residentes y
traficantes se echan al suelo, con las manos sobre la cabeza? Y mira,
si hay hasta un monstruoso hangar de la RAF (la mítica Royal Air
Force, despistados amiguitos), mimetizado con el gris sucio del
cielo. Y mira esas montañas de chatarra en forma de barco. Ahora es
cuando yo busco infructuosamente bicicletas, sombreros cónicos de paja,
barcazas llenas de fruta rara. Algo que confirme mis sospechas de que
esto, Europa, no es. Esto es Birmania. Pero, otro momento, el último,
de verdad. ¿Y aquellas pantallas salvajes de cemento con ventanas,
por las que asoman coladas de ropa comprada hace veinte años, y la
nube de gasoil, y el rugir de los motores, es que sólo
a mí me recuerdan a Albania?
Y un
castillito moro. Un baluarte. Un foso. Qué bien ha montado esta
gente el escenario. Tras un túnel entre iniciático y meado aparece
Main Street,
el corazón del lugar. ¡La apoteosis! La arquitectura híbrida, con
elementos que recuerdan a Portugal, a Malta, a Bombay, a Tánger, al
querido, querido London, podría llegar a resultar interesante, si
uno pudiera llegar a mirarla. El paisaje, al menos a nivel del mar,
también queda anulado. El Peñón mismo, tan salvaje, tan
sobrecogedor, tan pidiendo a gritos un tsunami que barra sus
alrededores de excrecencias humanas, desaparece del campo de visión.
Porque la atención se desvía a la calle, poblada de fenómenos. No
son las tiendas. Que, por cierto, ¿qué ha sido de las cuevas de
Alí Babá que yo recordaba de cuando era pequeña, repletas de
bourbon y ginebra, de quesos de bola, de ladrillos de chocolate con
pasas? Ahora predominan las perfumerías ¿Acaso la prosperidad mitológica de este territorio ha
pasado a medirse en frascos de colonia pija per capita? Curioso, que en
los escaparates se haya sustituido vicio por esencias artificiales.
Pero digo que lo que encandila es la manada. Imposible clasificarla.
Imposible individualizar. Miras y te ríes. ¿Qué es esto, una
reserva zoológica? Lo más feo de la raza ibérica cruzado con lo
más feo de la raza anglosajona cruzado con lo más feo del Medio y
el Lejano Oriente, y todo ello sazonado con genes de los inevitables
macacos. Barrigas rubicundas, barrigas renegridas, raíces del pelo
oscuras, raíces del pelo canosas. Pies que tuercen hacia dentro,
pies que tuercen hacia fuera. Si alguna vez te sientes feo, pasea por
aquí. Te creerás un Gary Cooper, una Ava Gardner.
Cuando consigues dejar de mirar a los monitos. |
Y
escuchas y te ríes. Un matrimonio que debe andar por la octava
década de vida nos bloquea el camino. Parecen mis abuelos y, sin
embargo, tienen que ser lugareños, no hay más remedio. Andan tan
lentito, apoyados el uno en el otro, y cada uno en su bastón, que de
visita, está claro, no pueden estar. Eh que no tieneh que arrahtrá
loh pieh, Meri, le dice mi abuelo a mi abuela. Hijo, qué hago, si
loh tengo mu malamente, responde ella. Yo los amo de inmediato. “Mu
malamente”. Quintaesencia del habla de mi calle. Y te ríes,
bajito, claro, y sin comentarios, que esta jodida pintoresca gente
te entiende mejor que si fueras de la familia, y vaya, la sensación
de vivir dentro de un chiste ya no te abandona. Gibraltar es un
rincón feliz del mundo. ¿Así que eres británico? Of
course, pichita. God
save the queen.
Llega
la hora de comer. Huele a fritanga y a accidente cerebrovascular. La
comida es tan andrajosa como las banderas de aspas cruzadas de los
balcones. Suenan sirenas de barcos. Ha llegado la hora de ir en pos
de potajes con aceite de oliva. ¿Algo que declarar? Nada, señor
policía. De verdad que no me llevo conclusiones rápidas ni teorías
sociopolíticas generalistas. Sólo mis dos o tres ideas
preconcebidas. Confirmadas. Gibraltar no decepciona. Es un mito libre
de impuestos.
Contigo me pasa lo que a ti con Gibraltar,tus post nunca decepcionan y no me importaría pagar un pequeño impuesto por leerlos.
ResponderEliminarOtra que este verano ha pasado por Gibraltar.
ResponderEliminarA mi, más que vivir en un chiste, me parece que es donde "el esperpento se hizo carne".
Desde un taxista que inicia su argumento con un "Nozotroh, loh británicoh...", hasta -como has apuntado- una pista de aterrizaje puesta como una alfombra o un recostable, que lleva semáforos para coches y peatones.