Podríamos haber sido nosotros. Esa
zapatilla de franjas rojas que, puesta ahí, dice tanto como las
montañas de pelo humano en Auschwitz, podrías haberla comprado tú.
Alguien me dijo una vez que siempre que se ve un zapato desparejado
junto a la carretera es que ha habido un accidente con muertos.
Entonces me pareció una idea supersticiosa, y es posible que me lo
siga pareciendo. Pero, fíjate, si nos dejaran alzar una punta de la
manta térmica que cubre a ese bulto cruzado sobre la mediana,
encontraríamos la pareja de la zapatilla. Y, además, ¿qué
historia rocambolesca ha de producirse para que una persona pierda
una zapato en un sitio semejante, y luego siga su camino? La manta
arrugada como el envoltorio de un caramelo antiguo, que parece
protegernos más a nosotros que al muerto. El esfuerzo del guardia
civil para componer un gesto impasible y profesional. Su compañero
que apunta quién sabe qué números implacables en una libretita sin
tapas, quizás conteniendo las ganas de vomitar. Y el bombero para el
que esta intervención, como le han enseñado a llamarla en la
academia, es su primera vez, al que le tiembla la radial en las
manos. Las caras de curiosidad y espanto de la gente que hasta hace
un momento se aburría en la playa, y que ahora se tapa la boca. Todo
este nudo de sangre, trabajos y emociones básicas podríamos estar
protagonizándolo nosotros. Sin que entonces pudiera hablarse ya de
un “nosotros”. Quién iba a decirnos, mientras negociábamos la
comida de mañana, o buscábamos una emisora para escuchar las
noticias de las seis de la tarde, o mirábamos el mar sonriente con
el primer ataque de auténtica nostalgia, que la caja de ese camión
de ahí enfrente iba a saltar la mediana y a machacarnos.
Podría estar pasándome a mí. El ring
del teléfono podría haberme pillado por fin con las defensas bajas.
De una vez por todas, podría haberme enterado de que ese número
desconocido, que no dejaba de aparecer en la pantalla de mi móvil,
no era el de cualquier fastidiosa compañía de telecomunicaciones,
sino de la clínica ginecológica a la que confié unas cuantas de
mis células. Ahora mismo podría estar mirando sin ver la manera en
que el cristal de esa ventana se iba convirtiendo en una lámina de
acetato dorado. Podría estar pareciéndome todo tan cruelmente
hermoso que sólo sabría cubrirme la cabeza con una almohada que
seguiría oliendo a lavandería. Podría estar, más que asustada,
indignada. Podría estar buscando en mi cuerpo rastros de un dolor
diferente al de la operación de hace tres días, pistas que llevase
pasando por alto desde hace meses, una evidencia de que, por debajo
de mi bienestar indiscutible, la muerte estaba a punto de firmar su
trabajo. Podrían haberme expresado ya sus condolencias, su sensación
de impotencia, tres o cuatro buenos médicos que, al salir del
hospital, no querrían recordar mi nombre o mi cara.
Podríamos haber sido nosotros, que tanto
tiempo pasamos en el monte. Podríamos haber llevado ignorando un par
de horas ese olor a quemado que tan bien conocemos. Habríamos
seguido andando, andando, abriendo la boca cada vez que la sombra de
un buitre nos oscureciese la cara, enamorados del brillo de los
lentiscos y de la tropicalidad de los palmitos, queriendo a cada paso
desviarnos de la senda y bañarnos desnudos en el río. Hasta que ya
no pudiéramos seguir ignorando el olor, ni confundiendo
voluntariamente ese telón de humo amarillo con una repentina niebla.
Hasta que de repente estuviéramos en el menú de una lengua de fuego
de quinientos metros de ancho, a punto de ser devorados. Ciegos ya,
casi desmayados, incapaces de encontrar ni un sólo metro cuadrado
limpio de vegetación en el que refugiarnos.
Podríamos morir de mil muertes cada día.
Al volver de tomarnos una cerveza, podrían abordarnos un par de
chavales para robarnos los i-phone que no tenemos. Podríamos recibir
una paliza como pago por su frustración y su aburrimiento. Podrían
grabarte mientras te pateaban la cabeza, y colgar después el vídeo
en Youtube. Podríamos ponernos en el camino de una bala disparada
por cualquier cazador de doscientos kilos de peso y ninguna
experiencia. Podría arrastrarte un brazo de marea en la Playa de los
Lances, y yo podría no ser capaz de practicar en el mar los
movimientos aprendidos en la piscina. Podrían ponerse a copular las
placas tectónicas, podría salir a recibirnos el Terremoto a nuestra
llegada a Granada.
O, de manera mucho más anodina y
definitiva, podríamos no habernos encontrado nunca. No haber
contestado al teléfono cuando nos llamaron para ir al cine. No
habernos caído bien. No haberte tú atrevido a pedirle mi número a
nuestro amigo común, ni a llamarme con la excusa que llevabas
preparando una semana. Yo podría haberme ido a vivir a Lisboa un par
de años antes. Podrías haberme pillado en medio de uno de mis
enamoramientos estériles. Podría, por qué no, tener un novio.
Podría haberme largado ya de Granada, podría no haber llegado nunca
a Granada, no haber conseguido esa plaza en el concurso de traslado,
no haber aprobado jamás la oposición. Podría ser profesora de
biología en Aracena, o hacer análisis sin cuento en una depuradora
de Aragón. Nuestros padres podrían haber concebido dos seres
completamente distintos, o decidido usar condón aquel día, podrían
haberse puesto a ver la tele, podrían no haberse conocido nunca. Ni
nuestros abuelos, o sus padres,o sus abuelos. Cualquier mínimo
tropezón en nuestros linajes podría haber dado al traste con
nuestras posibilidades ridículas de existencia.
Y esta siesta que echamos abrazados hace
un rato, como cachorros de una misma camada. Este despertar
confundido. Esta merienda en familia protocolaria y un poco tirante.
Estos restos del bizcocho que hicimos mi madre y yo hace unos días.
Estas horas que no sabemos retener entre las manos. Esta sensación
repentina y fugaz de no saber a veces cómo hacer bien las cosas. La
intuición de que nunca recordaremos la luz brillante de esta tarde,
los diálogos que no pasarán a la historia, nuestras sonrisas cada
vez que nos cruzamos por la casa. Todo esto podría no haber sucedido
nunca. Y, a pesar de nuestro escaso margen de control, seguimos
viviendo, y podemos hacerlo juntos. Se merecen un respeto, todos
nuestros tiempos muertos.
Bonito es poco...
ResponderEliminarLaura
Un puro cúmulo de casualidades,eso somos.
ResponderEliminarQué precioso, Silvia, me ha encantado. El amor es lo único que desafía de verdad a la muerte. Mucha envidia para las solteras como yo, snif.
ResponderEliminarUn besote.
Queridísimas, gracias.
ResponderEliminarMarina, a mí no me llegó hasta los 30. Estaba ya verde de envidia y amor desaprovechado. O sea, que te quedan todavía muchas casualidades antes de ser devorada por los perros.
(Y, por cierto, acabo de leer tu último post, que es como una precuela del que acabo de escribir hace un rato. Jiji)