Le
pregunta el hombre al perro: “Bueno, ¿quieres tu cena?”. Y el
perro responde: “La verdad es que no tengo hambre. Pero pasaré por
el ritual”.
Y
esta frase cargada de resignación y lealtad me obliga a cerrar el
libro, el querido “Viajes con Charley”, como si temiera que algo
tan valioso fuera a escapárseme si las tapas del libro se quedasen
de par en par. A veces un pasaje literario crea material de sabiduría
en bruto, y una idea, una metáfora, una combinación insólita de
elementos se incorporan intactos a tu experiencia y a tu manera
de entender el mundo. Otras, el libro arranca una veta de tu vida
escondida bajo una tonelada de días y de voluntad. Desentierra,
ilumina, pesca. La frase se convierte entonces en un anzuelo para
emociones de fondo.
Leo
esa frase perruna, y me acuerdo de una ocasión en que me sentí como
un perro. V. lleva tres o cuatro días en mi casa, y parece como si a
cada hora que pasase se le fuera olvidando el mecanismo de la risa.
Ya lo he llevado a conocer la ciudad por sus cuatro puntos
cardinales, hemos tomado té en las teterías, hemos comido en
restaurantes que a mí me parecían bastante presentables. Ahora son
las ocho de la tarde de un día casi agotado. Quizás debería haber
ideado algún plan ocurrente. Prepararle una cena cañí, o dejarlo
solo toda la noche. Pero hemos desembocado en mi casa, en ese piso
interior que no parece conocer el horario de verano. Un malestar
subterráneo, de bajo tono, recrudece mi ansiedad de anfitriona y de
enamorada. Él ya no me busca en el pasillo ni me abraza por la
espalda. No me pregunta chismes sobre mi familia o mi infancia. Ni
por asomo vuelve a insinuar si sería posible encontrar en Granada un
trabajo relacionado con el diseño gráfico. Yo no sé lo que pasa,
pero pasa algo. Las horas hay que llenarlas.
Y
eso hacemos, a la espera de que la preparación de la cena nos alivie
de la necesidad de encontrar qué decirnos. Las fotos que hice esta
mañana en el Albayzín están pasando a mi ordenador, y V. me
sugiere hacer una panorámica. Como yo hago una mueca, él arrima una
silla junto a la mía y me enseña cómo hacerlo. Así ganamos media
hora preciosa, entre píxeles y balances de blancos y versiones
piratas de Photoshop. El clic del ratón repiquetea en el
silencio de mi salón-cocina americana. Cada tanto él explica un
nuevo paso de la receta, y yo asiento. Conocemos ya, íntimamente,
cada ciprés, cada guijarro de la Cuesta del Chapiz. Entonces él
aparta la mirada de la pantalla, por primera vez en yo no sé cuántos
minutos, y con unos modos de Humphrey Bogart que no me suenan de
nada, dispara “A ti esto no te interesa en absoluto, ¿verdad?”.
Antes de que yo pueda responderle que sí, que me interesa, porque en
realidad a mí me interesa todo, los ojos de V. vuelven a perderse en
el Photoshop. Y con una media sonrisa lobuna por la que debería
responder ante la Justicia, añade “Las parejitas y sus rituales...”.
Si
yo no hubiera sido tan inexperta, habría tenido recursos para
identificar ya ese algo que pasaba. Pero como no los tenía, me fui a
tirar la basura, y en los diez minutos que empleé en llegar a un
contenedor que estaba a dos pasos de mi portal, lo dejé pasar. Y por
eso, tres meses después, me quedé sin corazón en Lisboa.
Transcurridos ahora seis años de aquello, puedo decir con orgullo
que conozco y acato cada uno de los rituales insignificantes y
fastidiosos que estructuran una relación de pareja. Jose y yo, como
cualquier otro par, hacemos cientos de cosas cada uno por el otro
que, de seguir solos, no haríamos ni borrachos. Él es capaz de
arrastrarme por todas las zapaterías de Granada para que yo
encuentre las sandalias verdes perfectas para el vestido que me
pondré en la boda de mi prima Laura. Yo pongo una cara
superconcentrada cada vez que me suelta una perorata sobre baloncesto
(aunque en realidad esté pensando en el próximo post). Él quiso
acompañarme a visitar a la hermana de mi padre, a quien yo no veía
desde hacía un buen montón de meses. Yo respondo con un siiií, nooo,
verdaaad, cada vez que él hace una de sus típicas preguntas empáticas y
dirigidas (“El día está precioso, ¿a que sí? Qué sueño,
¿verdad?, ¿Me quieres?”). Él recibe cada plato de tofu o quinoa
con alharacas. Yo busco una emisora en la radio del coche para
escuchar los boletines horarios en los viajes. Él, adicto al
salchichón y al trozo de queso de calibre sanchopancesco, me prepara
la ensalada para la cena, cuando yo trabajo en el turno de tarde. Yo
entro con él a saludar a la Virgen de las Angustias. Él se ha
comprado un bañador y una crema solar +150 , y se acurruca a mi lado
en la playa, bajo la sombrilla. Yo dejo que mi corazón se sobrecoja
con documentales sobre guerrillas y favelas. Él aguanta mis sermones
sobre los siete pecados capitales de la industria alimentaria.
Y
pasa que los dos comprendemos estas modestas rendiciones y estos
latazos como una torpe traducción de lo que nos une. Pasa que el
intercambio de gestos esforzados nos contamina con la esencia del
otro. Que yo hago palmitas cada vez que Sergio Ramírez mete un
triple, y él le hace la ola a mis hamburguesas de tofu ahumado y
champiñones. Y si un brote de escepticismo acabase con estos
pequeños rituales de la convivencia, no tardaríamos mucho en
sentirnos huérfanos y vacíos. Benditas sean las ceremonias
de la lealtad.
Ahora,
jamás, digo, JAMÁS dejaré de odiar la Formula 1.
Hoy no estoy de acuerdo contigo. O creo que no, o no totalmente.
ResponderEliminar¿De verdad son necesarios esos rituales? ¿Es bueno hacer cosas que en realidad no apetece hacer y no resultan imprescindibles? ¿Bueno para el otro? ¿bueno para la "parejita"? ¿no terminan desprendiéndose de la vida diaria como algo molesto, sin más? ¿nos hace más felices aligerarnos de ellos o como tú dices, nos deja un poco huérfanos?
Se ve que soy una persona con las ideas claras...
Interesante.No sé si estoy más de acuerdo contigo o con "anonimillas".En cualquier caso que cada cual haga lo que mejor o menos dificil le resulte.
ResponderEliminarQueriditas queridas, es que al final se termina amando esas pequeñas molestias que se hacen por amor, y por eso, lo que al principio era un sacrificio, se termina convirtiendo en un regalo
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