Leí hace un tiempo en no sé qué blog
el siguiente consejo: comprométete cada día a hacer algo
ligeramente incómodo. Esa llamada de teléfono que siempre pospones,
limpiar las esquinas verdes y peludas del cubo de la basura, el
relato para cuya escritura sabes inventar miles de pegas. Yo, que me
paso la vida buscando ejercicios para entrenar mi voluntad, porque
tiendo patológicamente a la holgazanería, apunté esa frase en uno
de mis cientos de cuadernos. Esta mañana, por ejemplo, lo cómodo
hubiera sido seguir retozando entre las sábanas, antes de rendirme a
la evidencia de que, otra vez a las siete y media, no iba a poder
dormirme de nuevo. Pero entonces entró Jose en mi habitación, y me
propuso bajar a la playa. Por las rendijas de la persiana no entraba
más que un simulacro de luz y, como todos los días, mi estómago
pedía comida como si me hubiera pasado la noche encofrando el Empire
State. Qué demonios, pensé, con esa lucidez que da liberarse de
cerca de un litro de peso líquido, si empiezo la mañana subiendo el
puerto de montaña, entonces el resto del día será un agradable
dejarse ir cuesta abajo.
Así
que antes de las ocho, con un par de higos blancos apretados en la
mano izquierda, y una cuerda atada al cuello de una perra desbocada
en la derecha, el amanecer me encuentra camino de la playa. Esos dos
lamentables ejemplos de ser humano sometido al dictado de una mascota
somos Jose y yo, arrastrados cual walkirias en cabalgata. Cuando
tocamos por fin arena, y conseguimos que ese par de demonios
cuadrúpedos nos dejen sueltos, mi ración de incomodidad diaria hace
ya tiempo que se ha visto colmada. Miro entonces el mar, y se me pone
la misma cara que si me hubiera fumado toda la marihuana de Jamaica.
Cuesta acostumbrarse al espectáculo de ver las cosas cotidianas bajo
un tipo de luz totalmente distinta. Hace una hora era de noche.
Dentro de una hora será de día. Y ahora ¿qué nombre tiene este
trozo de vida?
En
las cinco autocaravanas que hay aparcadas junto a las cañas no se
observa todavía ninguna señal de actividad. Si me quedase un rato
mirándolas fijamente, casi podría verlas subir y bajar sutilmente,
al compás de la respiración dormida de sus ocupantes. Y, sin
embargo, ya hay unos cuantos pescadores en la orilla. Qué misterio
de gente. Se levantan sin despertador de la cama, cuando ni siquiera
la policía local ha hecho la ronda de cierre por los pubes. Una
noche más vuelven a hacer como que no se enteran de que sus mujeres
se hacen las dormidas. Meten sus trastos en los coches, absortos,
como si fueran a matar al Presidente del Gobierno y, absortos, se
quedan petrificados delante del mar hasta que los primeros pelmazos
del día vienen a arrancarlos con sombrillas y toallas de su estado
de hipnosis. ¿Desean realmente que algún pez pique? ¿No parecen
por completo despojados de expectativas? Ahí están, parados, como
notarios de la salida del sol.
Eso,
el sol, que aquí sale por el mar, y se mete por la montaña. Primero
es una ceja roja. Luego un cuenco de cereales puesto boca abajo.
Luego una joroba. Y, entonces, antes de que pueda encontrar la
siguiente comparación, ya está redondo del todo, sentado en su
trono fisgón. Con frecuencia me pregunto cómo es posible que a lo
largo de nuestras vidas consigamos olvidar el impacto de tantas
primeras veces: la primera vez que vimos caer agua del cielo. La
primera vez que estornudamos. El primer paso. La primera palabra. El
acto de ver salir el sol recupera parte del sabor de esas primeras
veces. Todo es pregunta y pasmo. Cómo va el Universo tan deprisa.
Cómo sucede tan callando. Cómo no nos caemos por el camino. Cómo a
pesar de ello, podemos llegar a sentirnos estancados. Pero el pasmo
pasa rápido, tanto como la franja de agua que hay bajo el sol va
cambiando de tono, ahora coral, ahora naranja, ahora ámbar, ahora
amarillo limón, ahora completamente blanca. Dan ganas de sacar una
bandera del mismo color. Un poco más despacio, por favor, para que
pueda vivir más intensamente, un poco más despacio.
Un
par de horas después – y entre medias, la alegría salvaje con la
que la perra Bola se zambulle en ese edén particular suyo que es la
desembocadura del río Castor, y la aprensión de la perra Zara, que
recula como un cangrejo al mínimo roce del agua, y la llegada de mi
padre a la playa, y la vuelta a casa y el desayuno – volvemos a
estar junto a la orilla. Y ahora, un paso más allá, y otro, y otro,
y ya nos llega el agua a las corvas, a la cintura, a
los pezones. Porque hoy es el día del sí, y esta es la forma en que
Jose ha decidido pronunciarlo. Podría haber optado por quedarse
tranquilamente bajo la sombrilla, libro en mano, mirando mientras yo
entraba y salía del agua. Pero hoy se ha cansado de ser Zara, y de
tener un miedo mucho más antiguo que nuestra relación. De repente
ha descubierto que el mar, espantosamente grande y raro, también
sostiene y abraza. Que es divertido y sexy y estimulante. Al final,
he salido yo primera y me he quedado mirándolo, feliz con el agua al
cuello, como uno de esos macacos que se dan baños termales en Japón.
Y
ahora que me he plegado a la incomodidad de escribir este post
durante la siesta, ahora que él conoce ya el ritual incómodo de
enjuagar el bañador después de llegar de la playa, fortalecidos,
vivificados después de tanto sí, tenemos toda la tarde por delante.
Como si esta vez le tocase al sol decir que sí y pararse.
Envidio poder ver las cosas como tú las ves al contarlas, aunque leyéndote participo de esa bonita ilusión.
ResponderEliminarLa monitora de pilates decía mientras nos daba la paliza/clase:"que bueno,que bueno".Pues eso mismo digo mientras te leo.
ResponderEliminarYo tambien me apunto ese consejo.Besico.
ResponderEliminarYo que soy de secano y que tanto echo de menos el mar, me lo traes muy cerquita en los posts tan bonitos en que lo describes...ay!
ResponderEliminarLaura
Leyendo este post no he podido dejar de pensar que a mi hermana le encantaba ver salir el sol desde una playa. Yo, que tan poco tiempo paso al lado del mar, no lo he visto nunca. Ponerse sí. El otro día -por primera vez- me asombró cómo aparecía la luna, espectacularmente, como un sol.
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