Entonces suena el Macho Man en la
radio del coche. S., que lleva una hora al volante alternando arreones y carreras de
tortuga, como si fuera puesto a la vez de cocaína y heroína, le da
un pellizco a R. en la rodilla, que se despierta asustado. A. sigue
sentado en el asiento del copiloto, con la espalda muy recta y las
manos abiertas sobre las rodillas, imperturbable, como el gentleman
que es, como si estuviera escuchando un mensaje en infrasonidos que
sólo él puede entender. Y yo, de pronto, caigo en la cuenta de que
llevo ya una hora de vacaciones, y de que quizás no debería seguir
incrustada en el chasis de este lamentable vehículo oficial del que
van a tener que venir a sacarme los bomberos. Por mi cabeza pasan
fugaces imágenes de gente, de mí misma, bailando con la gracia de
Tony Manero. Ese es una especie de fetiche particular que utilizo
para transportarme directamente a la felicidad. Así que me quedo
mirando la palabra “vacaciones” con alegre distanciamiento, como
si me hubieran hecho un regalo inesperado y yo dijera “mola, pero,
hombre, no hacía falta”. Sigo embutida dentro de un uniforme que,
ahora mismo, sólo es ropa que en una hora me estaré quitando sin
necesidad de recurrir a zarpazos. Y no me acuerdo de esa prisa
ansiosa por llegar a casa que me asalta después de estar siete horas
recibiendo chispazos de electricidad estática, a cada puerta que
abro en la Delegación, y escuchando machacones testimonios de
demagogia funcionarial. Porque hoy, igual que ayer, he tenido uno de
esos “días fa” en el trabajo. Hoy hemos hecho pesca eléctrica
en el río.
No es tan idílico como volear la punta
danzarina de un sedal, bajo robles y montañas del Canadá, pero
casi. P. se ha quedado custodiando el campamento de científicos
gitanos que hemos improvisado en la orilla. Entre él y los otro
cuatro estoy yo, con el agua a media pierna, intentando reconducir
mi pie derecho al lugar que le corresponde dentro de la bota de un
vadeador en el que caben otras dos Silvias. S. me ha revelado el
secreto de que las corrientes de agua liberan iones negativos, y que
por eso los ríos te dejan con el alma limpia y planchadita. Y por
qué no voy yo a creerle, si estoy borracha de luz verde, a punto de
dejarme caer de espaldas al agua, sin temor a desnucarme con un
bloque calizo. Si quiero hacer las paces con las avispas asesinas del
orbe. Ellos, los cuatro de delante, son un conglomerado de piernas
enfundadas en neopreno verde, largos mangos de redes sacaderas,
vapores de gasolina y bulla. Avanzan todos a una, jaleándose,
regañándose, bromeando. R. carga a la espalda ese motor cuya simple
visión me da remordimientos, porque he asimilado hasta lo más
profundo de mi cerebro de reptil que no soy capaz de colgarlo de mis
delicados hombros de garza. A. y S., con guantes escarlata hasta los
codos, para aislarse de las descargas, van barriendo el agua, y
recogiendo las truchas ligeramente electrocutadas con las sacaderas,
mientras hacen todo lo posible por meterse uno a otro el mango en los
ojos. J. los sigue con un cubo en cada mano, lleno de pobres
pececitos que intentan digerir qué demonios les ha pasado. Adelante,
adelante, avanzan por el río, entre rápidos y piedras limosas y
ramas de zarza todavía más traicioneras. Quiero mucho a esos
mostrencos.
Quiero a las pobres truchas, parientes
con suerte de los trozos de baba que descansan en ataúdes de hielo
del Mercadona. Cuando termino de completar las fichas que valoran
higiénicamente la calidad del ecosistema, por encima de
trivialidades como belleza, efectos balsámicos, camaradería y
recuerdos de la niñez, me voy donde P., y empiezo a vérmelas con
los animalitos que J. nos va trayendo. Hacemos trampas, lo confieso,
porque el agua del cajón donde ahora dan coletazos desesperados (ay,
amigas, no por mucho tiempo) tiene más droga que un cubata en
cualquier discoteca de Gandía. Voy cogiendo con las manos las
truchas sedadas aunque todavía combativas. Las mido, las peso, le
voy cantando cifras a P., me siento desenvuelta como una mujer del
Paleolítico. Y luego toca desmontar una de las grandes redes azules
con las que hemos acotado nuestro tramo de río, de nuevo bajo la
íntima luz verde, y P. no sabe que esta tarea de desatar cuerdas y
plegar lienzos es un desafío para la torpeza institucional de mis
manos, y yo no sé si él sigue agobiado por la inminencia de una
media maratón que le está comiendo la voluntad, pero tengo ganas de
repetirle que veintiún kilómetros es una cosa abstracta, y que las
piernas sólo entienden de tareas concretas como una zancada, otra,
otra, otro paso, otro, primer kilómetro, ahora hasta aquella farola
del fondo, otro paso, otra zancada, segundo kilómetro.
El fin de fiesta llega cuando todo el
equipo está ya metido en la furgoneta, y nosotros hemos cambiado
vadeador por pantalones. Me gusta ese momento en el que ellos se
apartan del coche con delicada timidez, y a mí de repente me apetece
y no salir al centro del carril en bragas, porque soy otro compañero
más, y no pasa nada. Entonces, como de la varita de las hadas de
Cenicienta, salen los tomatitos cherry que ayer, esto, nos regalaron,
sale el chorizo de jabalí que Sir A. ha sacado graciosamente de su
despensa de supercazador, salen dos barras de pan fofo, y una nevera
llena de latas que P. también ha donado a la causa. Ponemos mesa y
mantel sobre el capó del Diminutomóvil, brillan las navajas sin
las que los forestales no son nada. Llevo todavía el uniforme
puesto, sucio de borra de álamo, pero, sin darme cuenta, vuelvo a
estar de vacaciones.
La mujer rana se da pisto para que sus compañeros no la denuncien por apropiación indebida de su imagen. |
Eso mas parece una excursión de boys-scouts.Me hubiera gustado estar ahí.
ResponderEliminarBueno, queridita, como dirías tú, pues ahora la mujer rana soy yo, porque ando verde de envidia. Envidia, porque si algún día -aunque fuera solo uno- pudiera cambiar las paredes de mi "ofi" por las aguas de un río...y envidia ¡porque te vuelves a ir de vacaciones! Dile a tu San-Jose que lo contrato de administrador de las mías; seguro que algo se le ocurre pa que me den más de sí.
ResponderEliminarA que mola mi trabajo? Y eso que no he mencionado lo cachas que están algunos de mis compis, y no quiero señalar. La Comillista tiene razón: San-José (mooola) es un auténtico broker de los días hábiles.
ResponderEliminar¡preciosoooooooooooooo! Así fue y que bien lo has contado
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