El clima podría haber hecho
sangre sobre mi melancolía preotoñal, pero se ha
compadecido. Por el balcón entra, oh utopía de los agostos
granadinos, algo que se podría definir como una corriente de aire no
tórrida, y que hace concebir una ligera esperanza sobre la
continuidad de las estaciones. Esta mañana del día en que se acaba mi veraneo de radical y preciosa vulgaridad, soy capaz de creer
que el cambio climático no es más que una teoría de científicos
muy faltos de Vacaciones en el Mar y citas con Miss Camiseta Mojada.
Buena señal. El horizonte, oh utopía número dos, está libre de
esas natillas un mes más viejas que su fecha de caducidad, tan
características de la atmósfera de esta ciudad. Los pocos edificios
de allí al fondo tienen contornos claros, y yo sería capaz de
bailar hasta el Requiem de Mozart. Y ayer, cerca ya de las nueve de la
tarde, el sol caía oblicuo sobre los campos de maíz y tabaco que
resisten a pie de circunvalación, y le daban al regreso el aire
dorado y polvoriento de una novela americana. Luego, cuando abrí la
puerta del piso, las ramas del jazmín, que habíamos rescatado del
balcón antes de irnos, se arrastraban por los suelos, cargadas con
el peso de los brotes que han ido naciendo en nuestra ausencia. Buena
buena señal.
Señales que hoy sí puedo
entender. Porque anoche sólo el sueño y el deshacer trastornado del
equipaje impidieron que la tristeza se me indigestase, y que la
vomitara en forma del doliente post que se fue escribiendo en mi
cabeza, durante el viaje. Si lo hubiera publicado, ahora podríais
leer cosas como que, conforme pasa, una se da cuenta de que el tiempo
es una sucesión de despedidas. La vida comienza con un tremendo
adiós a la perfecta intimidad con el cuerpo de nuestras madres, y
continua con una ristra de adioses grandes o pequeños, heroicos,
mezquinos o desapercibidos, adiós a los juegos, a casas de las
que apenas guardaremos recuerdo, a los amores que fueron o que no
llegaron a ser, a conocidos que parecían amigos, y a amigos que
confundimos con desconocidos, hasta que al final todo, todo, nos dice
un adiós absoluto, mientras que nosotros no nos atrevemos a
pronunciar más que un tímido hasta luego (que suenen órganos, por
favor).
Por suerte, las despedidas
se van dosificando ellas solitas y, por narices, somos capaces de
desarrollar estrategias de supervivencia. Nos volvemos duros, nos
volvemos olvidadizos, nos volvemos budistas. Volcamos la atención
sobre el momento presente, preparamos el menú de la semana y la
lista de material escolar para la vuelta al cole, le ponemos el
nombre un poco malsonante de “apego” a nuestro tonto sentimiento
de pérdida, y nos consolamos con la esperanza de seguir estando más
o menos sanos. Pero es que, a veces, hay una conjunción de
despedidas especialmente funesta. Adiós a los madrugones optativos,
adiós al mosaico bonito de las sombrillas en la playa, adiós a
saltar olas, adiós a las horas escondidas, como huesos para
perros, entre la arena. Adiós a la piel con florecitas de sal y a la
casa de techos altos y al aire libre y a las mochilas cargadas de
bocadillos de caballa y fruta. Adiós a vosotros, amigos de carne y
hueso, hasta el año que viene. Un montón de despedidas juntas que
ponen a prueba la fortaleza con la que aprendemos a resistir la
nostalgia.
Anoche estaba triste sobre
las sábanas recalentadas de mi cama, que han tenido que esperar
hasta hoy a que las metiera en la lavadora. Volvía a prescindir de
pijama, y a ignorar concienzudamente el sonido de los coches que
pasaban. Y me avergonzaba un poco de mi languidez, porque ya estoy
tan acostumbrada a los adioses, que nunca vuelvo la cabeza en las
estaciones. Voy y vengo mil veces al lugar que ya puedo llamar mi
casa, vivo con la maleta a cuestas, y me empeño en llamar casa,
también, a cualquier banco de cualquier ciudad sobre el que me
siente. ¿Y qué es lo que pasaba esta vez, que no hacía ni siquiera
el intento de recomponerme? Pasaba que el tenue, abstracto, echar de
menos que acompaña de lejos a la vida se concretaba, ayer, en dos
nombres, cuatro apellidos, dos bronceados, cuatro ojos muy oscuros.
Así que, Lidia, Óscar
(nada de iniciales ahora, porque no sois fauna autóctona de un
diario, sino mis amigos), no hace ni dos horas que, montados en
vuestro avión, habéis pasado por encima de mi cabeza, y ya os echo
de menos. Tenía sed de esos momentos de brillante perplejidad que se
dan en algunas charlas, cuando nos paramos y nos preguntamos “¿pero
cómo es que estamos hablando de esto?”. Tenía mono de esa
excitación al final de la tarde, cuando ya no entra ni una frase más
en la cabeza, y el sol se ha escondido, pero sobrevive todavía
dentro de los árboles y de las fachadas y de las caras, y coges el
teléfono para quedar. Tenía hambre de encadenar una gilipollez
hilarante tras otra (y lo hago, lo hago mucho, con Jose, conmigo
misma, pero es que, a este respecto, mi glotonería no conoce
límites). Planeaba montar una casita comunitaria con mi sombrilla de
playa y la vuestra. Quería que el camarero nos obligara gentilmente
a levantar los culos de la terraza, porque era la hora de cerrar.
Deseaba sentirme vulnerable con vuestras preguntas, y luego capear
esa vulnerabilidad con mis propias, íntimos energías. Dejadme que os
diga que me siento saciada.
Y que el apetito por las
presencias reales es insaciable. Por eso, esta mañana observo desde
mi balcón a la gente que sube la cuesta, con un poco menos de pesadez que antes de irme de vacaciones, y el ciprés del solar de enfrente,
y Sierra Nevada. Se me agota el tiempo de sentir nostalgia.
Hola guapa.Duro reencuentro con tus post,dices"...el tiempo es una sucesiòn de despedidas".Una que es de natural pesimista,se ve reflejada en ese pensamiento y trata de digerirlo metiendo la cabeza debajo del ala.
ResponderEliminarBesos.
Como la provecta edad ya me permite decir estas cosas sin ruborizarme, te confieso que me emocione mucho leyendo tu post. Ya estamos instalados en casa, limpiando el polvo, llenando la despensa de las frutas y verduras de nuestros queridos granjeros orgánicos (que cobran como si cada uno de su melocotones fuera diseñado en las fábricas de apple) y tratando de mitigar el enojo monumental de nuestra gata por tan largo abandono. Voy a extrañar mucho esas largas, infinitas, circulares, paralelipipidas conversaciones sobre la nada y el absoluto, y la originalidad tetil de las vecinas accidentales de playa. Tambien el atrevernos a ir por carreteras secundarias, y el intento nunca realizado de convencer a Jose de que Truffat vale la pena. En mi soñada vida ideal, sería bueno ir de la granja de unos a la granja de otros los fines de semana (y algunos días de semana también) a intercambiar recetas (y platos) y sentarse a contemplar los atardeceres sobre ese mar que nos gusta tanto; mientras tanto, seguiremos con nuestros reencuentros de verano, y la alegría de que exista este blog y se convierta en nuestra forma de mantenernos juntos.
ResponderEliminarUn abrazo
O. (empeñado en la inicial como marca de fábrica)
Lectoradicta de mis amores: MAL. Hay que aprender a decir adión con gallardía, con la cabeza bien alta y sin miedo.
ResponderEliminarMontoyita, lo malo, o lo bueno, es que se me quedaron un montón de cosas dentro para conversar. ¿Cómo sacarlas ahora? ¿Mediante ese diálogo ambiguo y diferido que es un blog? Lo intentaremos. Y que sepáis que cualquier día de estos os secuestro y os meto en la Reserva de los Amigos de Silvia y os cebo a fuerza de boniatos.