martes, 21 de agosto de 2012

La importancia de llamarse Carlos


Carlos mira a su alrededor, y reconoce que tiene motivos para enorgullecerse de la familia que ha construido. Los demás niños corren hacia la orilla como los caballos de indios en lo westerns, y a él, recién untado de crema con factor de protección +50, le basta con echar un vistazo a sus hijos para no perder la compostura. Álvaro, Pablo, estáticos y atareados, y mucho más blancos que la tribu de cafres que les han tocado por vecinos, parecen de otro planeta. El mayor excava, amontona, levanta tabiques de arena, con el rigor propio de quien tiene un proyecto en la vida, y sin más palabras que las que necesita para recordarle educadamente que se está demorando en su tarea de acarrearle agua. Carlos ha decidido imitarle, y no molestar con diálogos superfluos a este hijo que le ha salido tan serio. Hace ya una buena media hora, cuando se atrevió a comentarle lo chulo que le parecía el castillo que está construyendo, él pareció mirarlo con un cansancio infinito, y esponjando mucho la voz, le contestó: “es un parque acuático, papá”. Cualquiera diría que el niño ha heredado la vocación por la Arquitectura de su padre. Cualquiera que no sepa, y no lo sabe ni siquiera Ana, que, cuando se decidió finalmente a entrar en la Escuela, lo único a lo que aspiraba era a ser bibliotecario.

Y Pablo sólo necesita que su madre lo mire fijamente durante menos de un minuto, para quedarse completamente inmóvil sobre la toalla, como si lo hubieran hipnotizado. También con él han tenido suerte, piensa Carlos. El niño ha elegido precisamente este verano para descubrir que las piernas sirven para algo más que para llevarse a la boca esos curiosos y suculentos apéndices que hay al final de ellas. Y, sin embargo, es tan bueno, y está tan enamorado de su madre, que prefiere quedarse sentado a su lado, con la espalda ya completamente erguida y la vista fija en el mar, como si estuviera meditando, antes que tomar la peligrosa iniciativa de ponerse a descubrir el mundo en forma de arena ondulada, sombrilla y carrito. Carlos y Ana podrían darse fácilmente un paseo corto por la orilla, con la seguridad de que a la vuelta iban a encontrarse a los niños exactamente en la misma postura en la que los dejaron, pero no son de ese tipo de padres descuidados. Y, de todas formas, Ana prefiere quedarse de pie junto a la sombrilla, con las manos en la cintura y una gorra de visera, como si en vez de en la playa, se encontrase en una cabina de rayos ultravioleta. Carlos la mira también a ella, de reojo, o más bien a la celulitis y a la cicatriz de cesárea que la braga alta de su bikini discretamente floreado no alcanza a disimular. Habrá engordado unos diez kilos desde que se casaron, y duda de que ella tenga ganas de pasear por la orilla a estas horas de la mañana, pero bueno, también él ha engordado sus buenos veinte kilos. Hace un rato, mientras su mujer le untaba crema en la espalda, Carlos miraba a su hijo de quince meses, petrificado ya sobre la toalla, y se daba cuenta de que los dos comparten el mismo tipo de blandura de carnes. Exactamente los mismos pliegues entre las axilas y las tetillas, y cayendo sobre la cinturilla del bañador, los mismos hoyuelos por encima del codo. Las manos de Ana, tiernas y solícitamente ahuecadas, parecían estar confirmando esa comparación.

Su vecino de toalla, Beni, sí que está delgado, con sus piernas de langosta egipcia, y el pecho en forma de tabla de lavar. Beni, pero qué nombre es ese. Carlos está a punto de formular la teoría de que los nombres influyen de manera notable en el respeto que los niños le tienen a sus padres. Su padre, por ejemplo, se llamaba Jaime, y no necesitó muchos argumentos para convencerlo de que se hiciera arquitecto. Y no hace falta más que ver a sus hijos para convencerse de la consistencia de su nombre de príncipe. Pero a Beni, cómo no va a tomarle el pelo ese niño que tiene sus mismas piernas de langosta y el mismo hueco bajo las costillas. Carlos hace como que estudia los rizos que hace la espuma en torno a sus tobillos, pero en realidad los está observando, al padre patilargo encorvado sobre el patilargo hijo, interrogándole con unos ojos que ni los de Torquemada, y gritando, hasta siete veces “¿y qué has dicho después?”, y el niño respondiendo las mismas siete veces, y al mismo volumen cuartelario, “no he dicho nada”, cuando lo cierto es que toda la playa ha podido escuchar cómo hace unos instantes le dirigía a su padre un desenfadado “dame ya mi cubo, coño, tío”. Carlos está todavía un poco sobrecogido, no sabe si por la brutal falta de educación del niño, por el coraje con que mantiene una versión que tiene tantos testigos en contra, o por el recuerdo todavía fresco de Beni con el diminuto cubo lleno de medusas en la mano, instando con desesperación a los confiados bañistas a salir del agua.

Carlos vuelve en sí, y procede de nuevo a hacerle de aguador a su hijo. Esta vez se adentra con cautela hasta las corvas, mientras estudia lo que se mueve alrededor, presa, él también, del ambiente de psicosis que Beni ha sabido crear en este sector de la playa. Las dos langostas se persiguen ahora por entre las toallas, riendo a carcajadas y levantando toda la arena del desierto de donde nunca debieron de haber salido. Seguro que dentro de un rato se olvidan de las medusas y se lanzan los dos al mar vacío, con un triple salto mortal, y se dedican unas ahogadillas que él no ha vuelto a ver desde que tenía trece años, mientras que en la orilla los desalojados intercambian entre sí miradas de linchamiento. Y, sin embargo, cuando deja el cubo lleno junto a Álvaro, porque el condenado niño no le permite siquiera vaciarlo en los barrocos estanques y las piscinas que ha diseñado, Carlos se pregunta cómo será llamarse Beni o Coque o Tito, y tener una mujer teñida de rubio que se llame Yolanda.


1 comentario:

  1. Repaso mentalmente nombres, tratando de comprobar si estos predisponen,no sé.Seguiré estudiandolo.

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