Yo no voy a mandar a los chicos al
recreo, a diferencia de otras blogueras. Nada de eso, amiguitos. Os
vais a quedar en clase, haciendo los deberes. Y no quiero que
levantéis el culo de la silla hasta que no se os quede grabada a
fuego la lección de anatomía que hoy os traigo. Pero tranquilos.
Las cuestiones escatológicas no entran en el temario. No tengo
intención de que vuestros delicados espíritus se vean expuestos a
la sucia y flagrante realidad de la sangre. No voy a hablaros de
bragas y dedos sucios, de tampones usados flotando en el agua del
váter, como ratones degollados, ni del olor de lo que,
efectivamente, huele. No voy va poneros ejemplos de lo que tiene que
hacer una mujer que trabaja al aire libre, en lugares a los que
cuadra perfectamente la categoría de “desnudo páramo”, para
mantener cierto grado de limpieza en su entrepierna, doce veces al
año. Y mira que podría poneros hasta diapositivas.
Tampoco vamos a entrar en esa peliaguda,
polémica, fastidiosa materia que es el síndrome premenstrual. A
ver, por favor, un poquito de orden. Venga, ya vale de resoplidos.
Que yo os entiendo, conste. También a mí este tema, cuando tuve que
estudiarlo, me tocó grandemente la moral. Estuve muy cerca de
vosotros, muchachotes. También a mí se me ponía una arruga irónica
en la frente. Zarandajas, me decía. Excusas que explotan las débiles
de temperamento para dejarse arrastrar cómodamente por el descontrol
emocional. Ah, el vetusto victimismo femenino. Así que quieren ser
iguales a vosotros, hacer lo mismo que hacéis vosotros, ser sueltas,
fuertes y dirigentes como vosotros y, ya estamos con eso otra vez, en
esas benditas doce ocasiones os saltan con que no pueden subir a lo
alto de Sierra Nevada, o quemarse el bajo de los pantalones en un
incendio, porque se les pone las piernas como a un elefante de
acero, o porque lo único que les pide el cuerpo es ponerse a morder
almohadas y a llorar desconsoladamente por el triste destino del sapo
partero ibérico. Lo bien que viene un chivo expiatorio hormonal,
¿verdad? Pero entonces, cuando fruncía con tal agilidad mis bien
dibujadas cejas, yo era joven e intransigente. Una especie de
walkiria asexuada, una Juana de Arco de la conciencia. No podía
concebir que el comportamiento o la emoción pudieran ser, a ese
punto, rehenes de la carne y de la química. Ahora tengo edad
suficiente como para que un día me duela el cuello y al siguiente,
la rodilla. Ahora creo en el cuerpo y en los matices como nunca
antes. Así que dejadme hacer un apunte, nada más: el desquiciante
síndrome EXISTE. No, esto no cae en el examen. Podéis levantar la
vista de los apuntes, y prestarme atención. Es real, ¿vale?
Imaginad que, en una de esas famosas veces, vuestros puntos
cardinales tiemblan, vuestros ánimos flaquean sin motivo aparente, y
se os hinchan las tetas y el bajo vientre. Imaginad que vuestro
tiempo pierde la aguerrida trayectoria lineal, y se convierte en cun
círculo vicioso. Imaginaros a vosotros mismos, con vuestros ideales,
vuestros proyectos, vuestros mapas precisos del mundo, como juguetes
en manos del destino de la especie. Punto.
Ahora escuchadme, que lo que viene cae.
Yo me daría por realizada si al final de esta clase fuerais capaces
de captar lo que para ciertas compañeras vuestras significa la
visita al ginecólogo. Os propongo un ejercicio de visualización.
(Advertencia: que no os extrañe si en el examen se os pide que
narréis en primera persona las sensaciones que acompañen a este
ejercicio). Veamos. Os han dejado solos en la habitación donde en
breve van a exploraros las entrañas. Una bata de papel, abierta por
la espalda, es lo único que cubre vuestra desnudez, y no impide que
las blanduras de vuestro culo entren en contacto con el cuero,
debidamente higienizado por otro lienzo de papel, de la camilla
reclinable donde os han hecho sentar. Aunque es mullida, un sueño
para leer en las siestas de verano. La luz es tangencial y amable. Lo
agradecéis. Al entrar en la sala imaginabais, quizás, la luz
característica de una sala de despiece. Todo parece blanco a vuestro
alrededor, ordenado como en un apartamento de Estocolmo. En la pared
de enfrente cuelga una pantalla. Casi os dan ganas de pedir el mando,
porque os fastidia perderos el España-Rusia de basket. Sí, todo
cómodo y aséptico, salvo por el detalle de vuestras piernas
abiertas acrobáticamente, y de Eso, expuesto de esa manera, eso que
os han enseñado desde pequeños a tratar como la cumbre de la
intimidad, eso de lo que no se habla, no se muestra, de lo que uno no
se vanagloria, esa fea parte vuestra que no parece haber sido bien
resuelta por la madre naturaleza. La postura es una prueba para
vuestra dignidad, mucho más dura que si os hubieran dejado
preparados para una endoscopia, porque la educación de la que no
habéis estado a tiempo de escapar se ha empeñado sutilmente en que
vuestra dignidad gravita precisamente en una postura de piernas
contraria.
Y así os encontráis, escuchando las
risas y murmullos de la doctora y la enfermera, que, en la sala
contigua, se demoran en una charla sobre el catálogo de Ikea,
mientras vosotros tratáis de veros en la camilla más mundanos y
desenvueltos de lo que quizás sois. Os distraéis mirando las
didácticas láminas de las paredes. Apenas podéis creer que esos
mecanismos que veis os puedan caber dentro del cuerpo. Y cuando
detenéis la vista en el esquema de las diversas fases del embarazo,
sois casi capaces de olvidaros de la imagen de ternera en canal que
ofrecéis. Porque os habéis conmovido. Ese niñito boca abajo en el
pequeño nido que es su madre. Esa conexión como nunca después,
nunca, con nadie. El pum pum pum del corazón más grande, poderoso y
estable como el ojo de Dios. Un sonido del que, inexplicablemente, el
niño se olvidará en cuanto salga al mundo. Entonces algo pasa
dentro de vosotros, algo que ningún ecógrafo va a detectar. Os
sentís extraños y equivocados. Porque, viendo esas imágenes,
pensáis en vuestra madre, y no en el hipotético hijo para el que
todo vuestra carga genética os ha diseñado. Os estáis
identificando con el bebé, en lugar de con la madre. Por más que lo
intentáis, no sois capaces de reconoceros como receptáculo para una
pequeña vida real y sólida. Así que no podéis hacer otra que
preguntaros “qué coño hago yo aquí”. Queréis bajar las
piernas del potro, arrojar la bata al suelo y, desnudos y en
sandalias de esparto, huir del lugar. Pero justo entonces la doctora
llega, y después de hurgaros, sobaros y tranquilizaros con amorosas
palabras médicas, se ve en la obligación de recordarte el tic tac
tic tac. Cómo podríais explicarle, sin decepcionarla, tratando de
conectar con su empatía, que no queréis tener hijos.
Hala, ya me habéis sacado las preguntas
del examen.
"Ahora creo en el cuerpo y en los matices como nunca antes. " Maravilloso! Peazo de cita!
ResponderEliminarQue bien descrito todo ello, oyeee!! Por cierto, que atraso los granainos.. En la capital ya no se lleva lo de las batitas y te dejan la parte de arriba vestidita, incluso si quieres puedes llevar calcetines, jaja, en invierno claro...
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